Primer hogar de Oprah Winfrey 4 страница

«“Hola, soy Luvenia”, dijo Oprah.

»Yo dije: “¿Oprah, eres tú?”.

»“Soy Luvenia”, insistió ella.

»Me eché a reír. “Oprah, no puedes ser Luvenia, porque su personaje se basa en mi aspecto. Pero puedes ser Belle. De todos modos, tiene las mejores frases”.

En la novela de Baldwin, Belle es la madre, gruesa y de piel oscura de Luvenia, casada con el hijo de un predicador de piel clara, lo cual explica el color claro de la piel de su hija.

»Al oírme decir que no podía ser Luvenia, Oprah se quedó muy callada… y muy triste.»

Oprah sostenía que, debido a su piel negra, tenía que dormir en el porche, en la parte trasera de la pensión, mientras que su hermana de piel clara dormía con su madre en la habitación de Vernita. Decía que la discriminación la hacía sentir fea: «Los blancos nunca me hicieron sentir inferior —afirmó, años más tarde—. Pero los negros sí que me hicieron sentir inferior. Me sentía inferior en aquella casa con la señora Miller. Me sentía inferior porque era demasiado oscura y tenía el pelo demasiado ensortijado… Me sentía marginada».

Katharine Esters respondió duramente a los conmovedores recuerdos de Oprah: «Esto me molesta más que sus mentiras sobre la muñeca de maíz y sus cucarachas, porque le hace el juego a la dañosa discriminación practicada por nuestra propia gente —declaró—. Yo soy una mujer de piel oscura; Earless, el abuelo de Oprah, era tan negro que podían haberlo pintado; y Oprah es tan oscura como el libro de oraciones de un predicador. Pero cuando dice cosas así me recuerda a mi primo Frank, que no quería ser lo que era y discriminaba entre su propia familia, prefiriendo la gente de piel más clara a la de piel más oscura.

»Si Oprah dormía en el porche trasero de la pensión era porque Vernita tenía que cuidar del bebé y sólo había una habitación. Eso es todo. Punto. Si hubieran discriminado a Oprah por el color de su piel, te lo diría —afirmó la señora Esters, activista pro derechos civiles, que trabajaba para la Urban League de Milwaukee—. Yo creo que es importante decir la verdad (por muy desagradable que sea) porque estoy convencida de que siempre puede salir algo bueno de sacar a la luz secretos oscuros […] Oprah le da demasiada importancia al color […] Supongo que sus deseos de ser blanca la hacen ver las cosas de la manera que las ve, pero lo de dormir en el porche de atrás no tiene nada que ver con lo oscuro de su piel. La realidad es que Oprah ya no era la única hija cuando fue a Milwaukee, ya no era la princesa ni el centro de atención. Su madre y la casera mimaban a los bebés, no a Oprah, y eso resultó muy duro para ella.»

Con los años, lo que Oprah recordaba de su infancia se ha ido llenando de historias de indiferencia y discriminación. «En la única foto que tengo de mi abuela, tiene en brazos un niño blanco», dijo a los cincuenta y un años. Sin embargo, una foto publicada del escritorio de Oprah muestra una foto de su abuela rodeando a Oprah cariñosamente con el brazo, todavía una niña pequeña, sin que haya ningún niño blanco a la vista. Pese a todo, en una ocasión, Oprah recordaba: «Cada vez que hablaba de aquellos niños blancos veía esa especie de brillo en su interior […] Nunca nadie tuvo ese brillo cuando me veían a mí».

El 14 de diciembre de 1960, menos de un año después de que Oprah se trasladara a Milwaukee para vivir con su madre, Vernita tuvo un tercer hijo, Jeffrey Lee. Su padre aparecía, años más tarde, en el certificado de defunción, como Willie Wright, el hombre con el que Vernita tenía esperanzas de casarse, pero nunca lo hizo. Después del nacimiento de Jeffrey, se trasladó al pequeño piso de su prima, Alice Cooper, y durante un tiempo vivió de la asistencia social. Cuidar de tres niños llegó a ser tan difícil que Vernita envió a Oprah a vivir con Vernon Winfrey en Nashville. «Por aquel entonces el modo de vida de Vernita no era precisamente ideal —contaba Katharine Esters, que afirmó que Vernita se gastaba el dinero de la asistencia social en ropa y cosméticos—, de modo que para Oprah fue una bendición que la enviaran a otro sitio.»

«Así empezamos a mandarla de un lado para otro, de mi casa de Nashville a la de su madre en Milwaukee —dijo Vernon Winfrey, muchas años después—. Fue una equivocación. El rey Salomón nos enseñó hace mucho que no se puede dividir a un niño.»

Vernon, que se casó con Zelma Myers en 1958, vivía en una casita de ladrillo, en la calle Owens, en la parte este de Nashville, y trabajaba de conserje en la Universidad Vanderbilt. En aquella época, seguía creyendo que era el padre de Oprah.

«Así que recibimos a Oprah con los brazos abiertos y le dimos un hogar estructurado, como es debido; educación, visitas regulares a la biblioteca, un poco de televisión y tiempo para jugar y asistencia a la iglesia cada domingo. Yo las llevaba a la iglesia baptista en mi viejo Mercury de 1950 y cubría los asientos para que la pelusa de la tapicería no se nos pegara a la ropa.»

En la iglesia, Oprah siempre acaparaba la atención. «Nunca ha sido de las que se sientan en los bancos de atrás —dijo Vernon—. Siempre le ha encantado estar en primer plano. En una ocasión hacía más ruido de lo normal y le dije: “Cariño, la gente te ve cuando estás callada y también te ve cuando haces ruido. Pero nueve de cada diez veces piensan mejor de ti cuando estás callada”. Hice que se moderara un poco.»

Durante la primavera de 2008, Vernon Winfrey, que entonces tenía setenta y cinco años y seguía trabajando en su barbería de Nashville, que había abierto en 1964, pensaba con nostalgia en su hija, cuando tenía siete años y jugaba en el patio trasero de su casa: «La miraba desde la ventana mientras ella y sus amigas Lilly y Betty Jean se dedicaban a juegos imaginarios. Las tres se divertían solas durante horas, sentadas en pequeñas sillas para niñas, que yo ponía a la sombra moteada de nuestro arce… Por cierto, todavía tengo aquellas sillas. Por lo que observé, Lilly y Betty Jean no se lo pasaban tan bien jugando a ser maestras como Oprah. Me parece que es porque ella siempre era la maestra y siempre reñía a sus compañeras de juegos mientras garabateaba unas lecciones invisibles en una pizarra imaginaria. Lilly y Betty Jean permanecían sentadas en sus pupitres imaginarios, atentas, esperando contra toda esperanza que Oprah no dijera su nombre durante el ejercicio de deletreado. No puedo decir que las culpara, porque si deletreaban mal una palabra, tenían problemas. Oprah sacaba su pequeña palmeta, que no tenía nada de imaginario, y les daba en las palmas de las manos».

Oprah había aprendido a pegar de su abuela.

«Un día me enfrenté a ella —dijo Vernon—. “¿Por qué no dejas que hagan de maestra alguna vez?”.

»Me miró con una expresión muy dulce, encantadora y perpleja como si se preguntara cómo era posible que pudiera hacerle una pregunta tan tonta. “Pero, papá —me dijo Oprah—, Lilly y Betty Jean no pueden ser maestras hasta que aprendan a leer”».

Vernon relataba este incidente casi de modo literal a como aparecía en la propuesta de libro que, en el año 2007, presentó a las editoriales. Trabajando con el escritor Craig Marberry, Vernon había redactado varios capítulos de muestra de una autobiografía que titulaba Things Unspoken.

«Quería escribir un libro sobre mi vida; mis padres y sus nueve hijos y cómo nos criamos en el Sur. —Como negro nacido en Misisipí en 1933, Vernon se enfrentó a problemas que, como dijo, su hija nunca conocería—. Oprah habla de Martin Luther King y puede recitar todos sus discursos, pero no sabe nada de la lucha. Yo la viví. Oprah sólo llegó cuando ya despegábamos […] Cosechó lo que el doctor King había sembrado […] Yo puedo remontarme a setenta años atrás en esa lucha, y quiero escribir sobre ello […] Sé que Oprah es parte de mi vida, claro, y me porté bien con ella, pero no es toda mi vida y no tengo por qué contarle todo lo que hago. No soy su hijo. Soy un hombre maduro y puedo hacer lo que quiera, mientras no me aparte del Señor. Así que no, no le hablé a Oprah de mi libro.»

Ese mismo año 2007, durante una aparición pública en Nueva York, Oprah se quedó estupefacta cuando un reportero le preguntó sobre los planes que tenía su padre de escribir un libro: «Es imposible —dijo—. Te aseguro que no es verdad […] La última persona en el mundo que estaría escribiendo un libro es Vernon Winfrey. La última».

Vernon sonrió, irónicamente, ante la reacción de Oprah: «No entiende que mi libro no tratará sólo sobre ella, pero eso es lo que ella y esa amiga suya creen […] Cuando Oprah me llamó al día siguiente estaba hecha un basilisco. Dijo: “Papá, ¿de verdad estás escribiendo un libro?”. Le dije que sí. Se enfadó porque dijo que ahora quedaba como una embustera ante los periodistas. Dijo que la había hecho quedar en ridículo.

»Le dije: “Oprah, tengo derecho a contar mi vida, ¿no?”.

“Sí, papá, pero habría estado bien que me lo hubieras dicho antes”.

»Luego me llamó Gayle King: “Señor Winfrey —me dijo—, ¿cómo se atreve a escribir un libro? Usted no le importa a nadie. Nadie quiere leer sobre usted. La única razón de que alguien se interesara por lo que tiene que decir sería gracias a Oprah”. Me llamó aquí, a la barbería. Yo estaba de pie justo ahí. —Señaló el teléfono gris de la pared—. Le dije a Gayle: “Llama a mi mujer. Ella sabe más de esto que yo”, y le colgué.

»Gayle no es más que una buscona callejera. […] Nadie me había hablado así nunca, con tan poco respeto, en toda mi vida. Más tarde, le dije a Oprah que la única razón de que no la enviara a la mierda en aquel mismo momento y la llamara con la palabra que empieza por la p… y suena como ‘ruta’ es que le estaba cortando el pelo a un predicador y no quería hablar mal delante de él. Pero le dije a Oprah que no quería saber nada más de Gayle King, nunca más.

»Oprah dijo: “Las personas que me quieren cuidan de mí y me protegen”.

»Yo le respondí: “Cuando tú eras una adolescente y tuvimos nuestros problemas, dejé a todos los demás fuera, y así es como debería haber sido entre tú y yo ahora”.»

Hombre orgulloso, a Vernon Winfrey le irritaba estar bajo el yugo del control de su hija, y a raíz de estos sucesos durante algún tiempo dejaron de hablarse: «Todo eso pasó en mayo de 2007 —precisó Vernon—. Me indigné […]é mucho y unos meses después sufrí una apoplejía. Necesité tres meses de terapia física para recuperarme y, finalmente, me he calmado, pero sigo creyendo lo mismo de esa puerca de Gayle. Me volvió a llamar después de hablar con Oprah, pero ni siguiera entonces se disculpó. Dijo que no creía haberme faltado al respeto, pero sus palabras no se las dirigía a sí misma, sino a mí. Y con sus palabras me dijo que yo no valía nada y que mi vida no contaba para nada».

Vernon añadió que, después de que Oprah manifestara públicamente su desacuerdo con la propuesta del libro, varias editoriales que habían mostrado su interés por publicarlo dieron marcha atrás: «Ahora quieren que ella les dé permiso antes de seguir adelante […] —Vernon meneó la cabeza ante el miedo que su hija infundía—. De momento he dejado el libro de lado porque el coautor está fuera del país, pero pretendo terminarlo… a pesar de lo que diga Oprah.

»Me decepciona que Oprah haya cambiado tanto con los años. Está demasiado unida a esa Gayle y ya no cree que Jesucristo sea su salvador. No es así como yo la eduqué.»

Si Oprah hubiera visto la propuesta de 62 páginas del libro de su padre, se habría dado cuenta de que, como él decía, trataba tanto tanto sobre su vida (era el sexto de los nueve hijos nacidos de Elmore y Ella Winfrey) como sobre la crianza de Oprah. No obstante, lo que la afectaría a Oprah era lo que escribía sobre sus «secretos, sus oscuros secretos. Algunos no los descubrí hasta que era una mujer madura, hasta que era demasiado tarde». También expresaba su pesar por haber tenido que ser severo y duro con ella durante su adolescencia y por no haberle expresado su cariño con tanta eficacia como le aplicaba su disciplina.

Con todo, seguía desaprobando los «oscuros secretos» que descubría sobre la niña que había criado. «Puede que el mundo la admire, pero yo sé la verdad. También la sabe Dios y la sabe Oprah. Dos de nosotros seguimos sintiendo vergüenza —Señaló el letrero que había detrás de la silla de barbero, como si le enviara un mensaje a su hija—. “Vive de manera que el pastor no tenga que decir mentiras en tu funeral”.»

El televisor que hay en la barbería de Winfrey ya no sintoniza, como lo hacía antes, el programa de Oprah de las cuatro de la tarde, los días laborables, pero una de sus primeras fotos publicitarias, sin firmar, sigue pegada al espejo que hay detrás de la silla de Vernon, junto a una foto de su Yorkshire terrier, Fluff. Cuando alguien comentó que la foto de Fluff ocupa el lugar de honor, por encima de la de Oprah, Vernon sonrió, con picardía y afirmó: «Sí, es verdad. Adoro a ese perro».

El papel de Vernon como padre reverenciado de Oprah tocó a su fin en el verano de 1963, cuando la llevó a Milwauke a pasar unas semanas con su madre: «Nunca más volví a ver a aquella niña tan dulce —dijo—. La niña inocente que conocía en Nashville desapareció para siempre cuando la dejé con su madre. Aquel día derramé lágrimas porque sabía que la dejaba en un mal ambiente, que no era sitio para una niña, pero yo no podía hacer nada».

Al final del verano, Oprah aceptó quedarse con Vernita porque esta le dijo que iba a casarse y quería tener una familia de verdad. La vida de Oprah con «Papá» y «Mamá Zelma» en Nashville había sido una vida demasiado reglamentada, con sólo una hora de televisión al día, y nunca los domingos. Vernita le prometió que en Milwaukee tendría toda la televisión que quisiera, y es irónico que fuera ese pequeño soborno lo que llevaría a cambiar la vida de su hija.

«Dejé de querer ser blanca a los diez años, cuando vi actuar a Diana Ross y las Supremes en The Ed Sullivan Show — dijo Oprah—. Estaba viendo la televisión tumbada en el suelo de linóleo del piso de mi madre [un domingo por la noche] […] Nunca lo olvidaré. […] Era la primera vez que veía a alguien de color con diamantes que sabía que eran de verdad. […] Quería ser Diana Ross […] Tenía que ser Diana Ross.»

Los teléfonos habían empezado a sonar en los barrios pobres de las ciudades de Detroit, Chicago, Cleveland, Filadelfia y Milwaukee unos días antes de la Navidad de 1964. Las Supremes iban a acudir al programa The Ed Sullivan Show, que entonces era el principal escaparate para el talento en los Estados Unidos.

Ver unas «chicas de color» en televisión, en horario de máxima audiencia, era como ver yanquis en Atlanta: suficiente para que a los sureños les diera un ataque de histeria y a los patrocinadores una apoplejía. Pero Ed Sullivan, que tenía una política de contratación integracionista, no iba a cambiar de parecer. Había presentado a Elvis Presley a los telespectadores en 1956, y lanzado a los Beatles en los Estados Unidos, a principios de 1964. Sullivan estaba decidido a presentar lo que llamaba «tres regalos de color» de Motown, que ese año había producido tres números 1. Su decisión llegaba cinco meses después de que el presidente Lyndon Johnson firmara le Ley de Derechos Civiles, que hacía que el gobierno federal respaldara decididamente la campaña por la igualdad racial del país. Ahora Ed Sullivan iba a cambiar la mentalidad nacional.

Hasta aquel momento, la televisión había presentado a los negros como pícaros intrigantes (Amos and Andy), bribones de pelo encrespado (Buckwheat, en Little Rascals y Our Gang), o criadas de «sí, señora» y chóferes de «no, señor». Pero ahora, verse presentados con belleza, gracia y elegancia sería revolucionario y ser aplaudidos por los blancos era algo casi inimaginable.

Las Supremes actuaron catorce veces en The Ed Sullivan Show entre 1964 y 1969, pero por mucho que se diga no es posible exagerar el impacto que tuvo su primera aparición, el 27 de diciembre de 1964. Fue un momento de aclaración para el país: los dos extremos del espectro racial se unieron para dejarse hechizar y divertir por tres jóvenes exquisitas que cantaban «Come See About Me».

«Aquella noche —recordaba Diahann Carroll, la primera mujer afroamericana en ser la estrella de su propia serie de televisión (Julia, 1968-1971)— muchos se sintieron orgullosos al ver a las Supremes. Los jóvenes tendrán que comprender que aquel tiempo de sueños y derechos civiles nos enseñó a cuantos trabajamos en el mundo del espectáculo a encontrar los peldaños que nos llevarían al éxito. Nos enseñó a tirar de otros de una manera que nos beneficiaba a todos».

Oprah, una de las que aquella noche empezaron a soñar, nunca olvidó cómo se sintió viendo a las Supremes: «En aquellos días, siempre que veías a un negro en televisión, era tan raro que llamabas a todo el mundo para decirle: “¡Eh, que sale alguien de color!”. Te perdías la actuación porque, cuando los habías llamado a todos, el número se había acabado. Recuerdo que dije: “Pero ¿cómo? ¿Una mujer de color puede tener ese aspecto?”. Otro momento electrizante fue ver a Sidney Poitier. Estaba viendo la entrega de los premios de la Academia (en 1964) y Sidney Poitier ganó el Óscar por Los lirios del valle. Era la primera vez que veía a un negro bajarse de una limusina, en lugar de conducirla. […] Recuerdo que pensé: “Si un hombre de color puede hacer eso, me pregunto qué puedo hacer yo”. Él me abrió la puerta».

En un sentido simbólico, aquel año, por todos los Estados Unidos negro entrechocaron los platillos, redoblaron los tambores y sonaron las trompetas. Para la gente de color fue un nuevo principio ver a los suyos presentados con estilo y sofisticación en televisión. Motown Music había invertido miles de dólares para preparar a las Supremes para el estrellato —escuela de señoritas, lecciones de maquillaje, pelucas espléndidas, vestidos con perlas y joyas relumbrantes— y la inversión recogió beneficios. Entre los miles de niños negros que aquella noche vieron Ed Sullivan había un niño de seis años y una niña de diez, ambos hipnotizados por el deslumbrante estilo de la esbelta cantante principal. Cada uno crecería hasta convertirse en un reflejo del glamour que vieron en ella aquella noche: Michael Jackson, en Gary (Indiana), y Oprah Winfrey, en Milwaukee (Wisconsin); ambos decidieron que querían ser como Diana Ross: la cantante se convirtió en su estrella polar.

El mismo año en el que que las Supremes electrizaban por televisión a los Estados Unidos, el Congreso aprobaba la Ley de Oportunidades Económicas, como parte de la «guerra contra la pobreza» de la nación. Más tarde, la ley sería criticada por su ineficiencia y despilfarro, pero muchos negros se beneficiaron, en especial a través del programa Head Start, para los niños en edad preescolar, y el programa Upward Bound, para los estudiantes de secundaria. Uno de los que se beneficiaron de la discriminación positiva de Upward Bound fue Oprah, que entonces estaba en la Lincoln Middle School, considerada el «crisol» de Milwaukee. El director del programa, Eugene H. Abrams, la vio en la cafetería, leyendo un libro, y la recomendó para que fuera uno de los seis estudiantes negros —tres chicas y tres chicos— que ingresarían en Nicolet High School, en el rico barrio de Glendale.

Años más tarde, Oprah diría que le habían concedido «una beca» para la privilegiada escuela y que fue la única de su clase seleccionada para ese honor: «Estaba en la situación de ser la única persona negra, y quiero decir la única, en una escuela con dos mil chicos judíos de clase media alta, de los barrios ricos. Yo cogía el autobús por la mañana para ir a la escuela, con las criadas que trabajaban en sus casas. Tenía que hacer tres transbordos».

Al ser una de «los chicos del autobús», como los llamaban los demás alumnos, Oprah llamaba la atención, «destacaba entre la multitud —dijo Irene Hoe, una de los cinco alumnos asiáticos de Nicolet, que estaba en último curso, cuando Oprah estaba en primero—. No vivía en los barrios de las afueras, predominantemente ricos y en su mayoría blancos de Milwaukee, que llevaban a sus hijos a nuestra escuela […] En aquellos tiempos políticamente incorrectos […] se podría haber dicho que no “pertenecía”».

Nadie era más consciente de aquel desplazamiento que Oprah, quien de repente veía lo pobre que era al lado de aquellas chicas ricas que llevaban un conjunto de jerseys diferente cada día y tenían la paga de sus padres para comprar pizzas, discos y batidos después de la escuela: «Por vez primera, comprendí que había otro lado —dijo—. De repente, el gueto no tenía tan buen aspecto.

»En 1968, era muy guay conocer a un negro, así que yo era muy popular. Las otras chicas me invitaban a su casa, sacaban sus álbumes de Pearl Bailey, hacían salir a su criada de la parte trasera y decían: “Oprah, ¿conoces a Mabel?”. Se imaginaban que todos los negros nos conocíamos. Realmente era una situación muy rara y muy dura.»

Las madres animaban a sus hijas a invitar a «Opie» a casa después de la escuela. «Como si yo fuera un juguete —dijo Oprah—. Todas se sentaban y hablaban de Sammy Davis, Jr., como si yo lo conociera.»

Oprah quería tener dinero, como los demás, pero a su madre, que tenía dos empleos a la vez, no le sobraba nada. Así que Oprah empezó a robar a Vernita. «Empecé a tener problemas de verdad —reconocería más adelante—. Supongo que se me podría llamar conflictiva, por no decir algo peor.»

Su hermana, Patricia, recordaba que una vez Oprah le había robado 200 dólares a su madre, lo cual era la paga de toda la semana. Y en otra ocasión, le robó uno de sus anillos y lo empeñó. «Oprah dijo que había llevado el anillo a limpiar. Pero mamá encontró la papeleta de empeño dentro de una funda de almohada y obligó a Oprah a ir y recuperar el anillo.»

Sus parientes recuerdan a Oprah como una adolescente sin control dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero. En un momento dado, quería deshacerse de sus «feas gafas bifocales, estilo mariposa». Le pidió a su madre que le comprara unas gafas nuevas, octogonales, como las que llevaban las chicas de Nicolet. Vernita dijo que no se podía permitir ese gasto. Oprah estaba decidida a conseguir las nuevas gafas.

«Escenifiqué un robo, rompí las gafas, fingí que me había desmayado y no me acordaba de nada. Dejé de ir a la escuela un día y pisoteé las gafas hasta hacerlas añicos. Bajé las persianas, tiré las lámparas y me corté la mejilla izquierda lo suficiente como para hacerme sangre. Llamé a la policía, me tumbé en el suelo y esperé a que llegaran».

A continuación, exactamente como había visto en un episodio de Marcus Welby, M. D., fingió una amnesia. Les enseñó a los policías un chichón en la cabeza, pero dijo que no se acordaba de lo que había sucedido. La policía llamó a su madre, pero Oprah aparentó que no reconocía a Vernita, que estaba muy afectada hasta que un policía mencionó que lo único roto durante el robo era un par de gafas.

«Oprah siempre fue una gran actriz —afirmó su hermana—. Tenía una imaginación desbordante.»

Después de volverse sexualmente promiscua, Oprah ideó otro medio para hacer dinero: «Invitaba a hombres, durante el día, mientras mi madre estaba trabajando —dijo Patricia—. Sus amigos eran todos mucho mayores que ella, tenían diecinueve o veintipocos años. Siempre que llegaba un hombre a la puerta, Oprah nos daba polos a mí y a nuestro hermano pequeño Jeffrey y nos decía: “Salid al porche a jugar”. Oprah se iba adentro con su amigo. […] No me enteré de lo que hacía hasta que fui mayor y me enseñó cómo hacía “El Caballo”, que era como llamaba ella al acto sexual».

A Patricia le costó muchos años comprender que Oprah vendía «El Caballo», es decir que intercambiaba favores sexuales por dinero. Que Patricia fuera consciente de esta información y estuviera dispuesta a contársela a los medios de comunicación produjo entre ambas hermanas un distanciamento tal que nunca llegó a resolverse del todo y que, en 1993, llevaría a Oprah una de sus decisiones más trascendentales al enfrentarse a la publicación de su autobiografía.

Oprah ha reconocido su promiscuidad durante la adolescencia, diciendo que recorría las calles y se acostaba con cualquier hombre que la quisiera, porque deseaba atención. También ha dicho que, en casa de su madre, los hombres continuamente abusaban de ella. «En aquella época, a los trece años, mis medidas eran 91-58-91, lo cual creaba algunos problemas. No me permitían hablar con chicos, y ellos estaban por todas partes. […] Esto pasa en muchas familias monoparentales, donde es la madre la que lleva la familia: hay hombres entrando y saliendo de la casa y las hijas en particular lo ven. Las madres dicen: “No dejes que ningún hombre te haga esto. No te levantes el vestido. ¡Haz lo que te digo!”. En cambio lo que la niña ve es totalmente lo contrario de lo que la madre dice. Yo viví eso cuando era niña. “Haz lo que digo, no lo que hago”. Pero no da resultado. No lo da.»

Su familia sólo veía a una adolescente promiscua que se echaba en brazos de los hombres, por lo que no la creyeron cuando, al final, les dijo que abusaban de ella sexualmente. No podían verla como víctima.

«No me creo nada de nada —dijo muchos años después su “tía” Katharine—. Oprah era una chica salvaje, que andaba por las calles de Milwaukee y que no aceptaba ninguna disciplina de su madre. Es una vergüenza para ella y para su familia que ahora diga exactamente lo contrario.» La señora Esters señaló lo oportuno de la revelación de abusos sexuales de Oprah e insinuó que lo único que quería Oprah era publicidad, pues era justo el momento en el que su programa iba a pasar a ser de ámbito nacional. «La historia ayudó a lanzar a Oprah y la convirtió en lo que es hoy —afirmó—. No soporto que se digan mentiras, pero en este caso perdono a Oprah porque ha hecho tanto por los demás. Quizás éste fuera el único medio de que una niña pobre tuviera éxito y se hiciera rica. Ahora hace sus buenas obras para reparar el daño hecho. […] En la familia, nadie cree sus historias [de abusos sexuales], pero ahora que es tan rica y poderosa todos tienen miedo de contradecirla. Yo no lo tengo, porque no dependo económicamente de ella. […] Puede que el público crea sus historias, pero su propia familia no las cree […] Dejémoslo así.»


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