Primer hogar de Oprah Winfrey 1 страница


  Kitty Kelley

 

  Oprah Winfrey

 

  La verdadera historia de una de las mujeres más poderosas del mundo

 

       Traducción de María Isabel Merino Sánchez

 


 

       De nuevo y siempre,

       para mi esposo, John.


Prefacio

Conocí a Oprah Winfrey en 1981, en Baltimore, mientras hacía una gira de promoción de mi libro, y ella era copresentadora del programa matinal de WJZ, People Are Talking, con Richard Sher. Nos reunimos antes de que empezara el programa y, según recuerdo, fue Richard quien más habló, mientras Oprah parecía un tanto distante, una actitud que no comprendí hasta más tarde. Richard me entrevistó y luego nos reunimos con Oprah en el estudio, felicitándonos por nuestra animada conversación. Oprah cabeceó con desagrado. «No apruebo esa clase de libros —dijo—. Tengo familiares sobre los que has escrito un libro y no les gustó en absoluto.»

Miré al productor y le pregunté de qué diablos estaba hablando. Comprendía qué quería decir con «esa clase de libros» —una biografía no autorizada, escrita sin la cooperación o el control del sujeto—, pero estaba perpleja por su referencia a que yo había escrito un libro sobre sus parientes. La única biografía que yo había escrito hasta entonces era la de Jacqueline Kennedy Onassis (Jackie Oh!) y mi investigación no había sacado a la luz a ningún pariente Winfrey en el árbol genealógico.

El productor parecía algo incómodo. «Bueno… Oprah tiene una relación muy estrecha con Maria Shriver; además, siente un gran respeto por los Kennedy… Supongo que se considera parte de la familia en cierto sentido y… sabe que tu libro les disgustó, porque era tan revelador… Bueno, por eso decidimos que fuera Richard quien te hiciera la entrevista.»

Anoté la conversación en el dorso de mi programa de promoción del libro, por si acaso el editor me preguntaba qué tal había ido en Baltimore. No tenía ni idea de que veinticinco años más tarde Oprah Winfrey sería una supernova en nuestro firmamento y que yo dedicaría cuatro años a escribir «esa clase de libro» sobre ella.

Durante las tres últimas décadas, me he dedicado a escribir biografías de iconos vivos, sin su cooperación y con independencia de su control. Estas personas no son simples famosos, sino titanes de la sociedad que han dejado su huella en nuestra cultura. En cada biografía, el reto ha sido responder a la cuestión que planteó John F. Kennedy cuando dijo: «Lo que hace que el periodismo sea tan fascinante y el género biográfico tan interesante es el esfuerzo por responder a la pregunta: “¿Cómo es?”». Al escribir sobre personajes contemporáneos, he descubierto que una biografía no autorizada evita las verdades destrozadas por la historia revisionista que es, precisamente, el escollo con que se encuentran las biografías autorizadas. En el caso de las biografías no autorizadas, el biógrafo, sin tener que seguir los dictados del sujeto, tiene una oportunidad mucho mejor que el biógrafo autorizado de penetrar en la imagen pública fabricada, algo que es crucial para una biografía. Porque, citando de nuevo al presidente Kennedy, «El gran enemigo de la verdad no suele ser la mentira —deliberada, artificiosa y deshonesta— sino el mito que es persistente, persuasivo y poco realista».

Sin embargo, nunca me he sentido del todo cómoda con la expresión «no autorizada», probablemente porque suena un poco malvado, casi como si se tratara de un allanamiento de morada. Reconozcámoslo, la biografía es, por su propia naturaleza, la invasión de una vida; un examen íntimo por parte del biógrafo, que trata de penetrar hasta la médula para explorar en lo desconocido y revelar lo oculto. Pese a mi incomodidad con el término, comprendo por qué la biografía no autorizada suele provocar el enfado de los protagonistas biografiados, porque la biografía no autorizada es una presentación independiente de su vida, sin consideración a sus exigencias y decretos. No es una biografía hecha de rodillas. No se inclina ante la fama ni hace reverencias a la celebridad, y las poderosas figuras públicas, acostumbradas a la deferencia, se resisten, naturalmente, al escrutinio que exige una biografía así. Oprah Winfrey no ha sido una excepción.

Al principio, parecía bien dispuesta cuando, en diciembre de 2006, Crown Publishers anunció que yo iba a escribir su biografía. Preguntaron cómo había reaccionado y su publicista respondió: «Está ya enterada de lo del libro, pero no tiene previsto colaborar».

Seis meses después, Oprah le dijo a The Daily News, de Nueva York: «No coopero en el libro, pero si ella quiere escribirlo, pues estupendo. Estamos en los Estados Unidos. Ni lo aliento ni dejo de alentarlo. —Luego, con un guiño, añadió—: Y ya sabéis que sé cómo dar aliento».

Para abril del 2008, Oprah había cambiado de actitud. En una transmisión por Internet, con Eckhart Tolle, autor de A New Earth, afirmó: «Vivo en un mundo en el que constantemente se escriben cosas que no son verdad. Ahora hay alguien trabajando en una biografía mía, no autorizada. Así que sé que habrá muchas cosas allí que no son verdad».

Inmediatamente escribí a Oprah diciéndole que la verdad era tan importante para mí como lo era para ella. Repetí mis intenciones de ser justa, honrada y exacta, y de nuevo le pedí una entrevista. Ya le había escrito antes; primero como cuestión de cortesía, para decirle que estaba trabajando en el libro y que esperaba presentar su vida con empatía y percepción. Luego le escribí varias veces más, pidiéndole una entrevista, pero no recibí respuesta. No debería haberme sorprendido, dado que la misma Oprah había escrito su autobiografía unos años antes, pero la había retirado antes de que se publicara, porque le parecía que revelaba demasiado. Con todo, seguí probando; pero después de varias cartas más sin ninguna respuesta, recordé lo que John Updike dijo cuando el gran jugador de béisbol Ted Williams usó con él la táctica del cerrojo: «Los dioses no contestan a las cartas».

Cuando estaba a mitad de mi investigación, recibí, finalmente, una llamada de Lisa Halliday, la publicista de Oprah, que me dijo: «La señora Winfrey me ha pedido que le diga que declina que la entreviste».

Para entonces yo ya había averiguado, por los reporteros de Chicago, que Oprah había dejado de conceder entrevistas y que no respondía directamente a la prensa sino que lo hacía a través de sus publicistas. Si los periodistas insistían, como hizo Cheryl Reed cuando redactaba el editorial de Chicago Sun-Times, los publicistas de Oprah le proporcionaban una lista de preguntas preparadas y respuestas enlatadas. «[A Oprah] siempre le preguntan lo mismo —le dijo la publicista a la señora Reed—. [Así] es como la señora Winfrey prefiere contestar.»

Le dije a la señora Halliday que necesitaba ser exacta en lo que escribía y le pregunté si la señora Winfrey querría comprobar los datos. La señora Halliday respondió: «Si tiene preguntas sobre algún dato, puede acudir a mí».

Así que lo intenté, pero cada vez que llamaba a Harpo, la señora Halliday no estaba disponible. Al final, fue la propia Oprah quien resultó ser una gran fuente de información.

En lugar de hablar con ella directamente o tener que fiarme de recuerdos fragmentados, decidí recoger todas la entrevistas que había concedido en los últimos veinticinco años a periódicos y revistas y a la radio y la televisión, en los Estados Unidos y el Reino Unido, además de Canadá y Australia. Las archivé todas —había cientos— por nombres, fechas y temas, hasta un total de 2.732 archivos. Partiendo de este recurso, pude utilizar las propias palabras de Oprah con seguridad. Dispuesta en una red, la información extraída de estas entrevistas, sumada a los cientos de entrevistas que hice a su familia, amigos, compañeros de escuela y de trabajo, proporcionaba un perfil psicológico que no podría haber conseguido de ninguna otra manera. Reunir las entrevistas concedidas durante más de dos décadas llevó un tiempo considerable, pero una vez reunidas y catalogadas, resultaron valiosísimas para proporcionarme su voz. A lo largo de este libro, he podido citar a Oprah con sus propias palabras, expresando lo que pensaba y sentía en respuesta a los sucesos de su vida, en el momento en que ocurrían. A veces, sus reflexiones públicas no casaban con los recuerdos privados de otros, pero incluso las verdades que disfrazaba, así como las que compartía, agrandaban las dimensiones de su fascinante imagen.

Siendo una de las mujeres más admiradas del mundo, Oprah Winfrey es adorada por millones de personas por sus grandes logros: es un modelo del éxito de los negros en una sociedad blanca, un icono afroamericano que ha roto las barreras de la discriminación para alcanzar un éxito sin paralelo. En un mundo que venera la riqueza, es idolatrada no sólo por su fortuna neta (unos 2.400 millones de dólares), sino porque ha hecho esa fortuna ella misma, sin el beneficio del matrimonio o de una herencia. En el mundo editorial se la considera una heroína por llevar la alegría de la lectura a millones de pesonas y enriquecer la vida de los escritores, así como la de los lectores.

Sin embargo, por mucho que la quieran, también la temen, lo cual no es inusual entre los gigantes de la sociedad. Cuando escribí sobre Frank Sinatra, hace años, me encontré con que muchos temían hablar de un hombre relacionado con el crimen organizado, por miedo a perder las piernas o incluso la vida. Con Nancy Reagan y la dinastía de los Bush era el miedo a perder el acceso a la presidencia o un puesto de trabajo federal, además de temer que les cayera encima una auditoría del IRS (Hacienda). En el caso de la monarquía británica era el miedo a perder la aprobación real o un posible título nobiliario. Ahora, escribir sobre Oprah revelaba una clase diferente de miedo.

«Tuve miedo de Oprah durante veinte años —dijo su prima hermana Jo Baldwin—. Es peligrosa… Me dijo que si alguna vez abría la boca y contaba lo que sé me demandaría hasta dejarme en cueros.»

Baldwin, pastora ordenada de Misisipí, no temía las represalias físicas, pero sí las represalias personales y profesionales que podría sufrir debido al amplio poder e inmensa riqueza de Oprah. En consecuencia, la reverendo Jo, como la llaman, se negó a hablar de su famosa prima para la versión en tapa dura de este libro, pero desde su publicación en abril 2010 ha conseguido un puesto permanente como profesora universitaria en la Universidad Estatal de Misisipí Valley y ya no cree que Oprah pueda amenazar su medio de vida. Así pues, en el verano de 2010 se ofreció a contar su historia.

Como sucede con otros muchos de la familia de Oprah, los sentimientos negativos de la reverendo Jo hacia su prima Oprah surgen del resentimiento por la manera en que la han tratado. El poder de la enorme riqueza de Oprah hace temblar a la mayoría de sus parientes. Quieren formar parte de la lujosa vida que ella les ofrece en ocasiones (sus lujosos regalos de Navidad, sus cheques de cumpleaños, e incluso la ropa que ya no usa), pero les escuece las manera en que los ha dejado de lado desde que se hizo famosa y saben que no los valora como familia.

«Poco después de conseguir mi doctorado, en 1985, por la Universidad de Winconsin-Milwaukee, Oprah me preguntó dónde iba a trabajar —explicó Jo Baldwin—. Le contesté que iba a solicitar un puesto en la revista Ebony, como correctora. Oprah dijo que no le gustaba Lois Johnson Rice (propietaria de Ebony) y que lo mejor sería que trabajara para ella. Y eso es lo que hice.»

»Iba a trabajar para ella durante tres años, pero me despidió, sin previo aviso, al cabo de dos años […] Luego me enteré de que se había librado de mí porque se cansó de que yo hablara constantemente de Jesús […] Siempre que pasaba algo importante, le leía versículos y pasajes de la Biblia, para que no perdiera el contacto con la realidad, pero Oprah prefería las enseñanzas de Shirley MacLaine en libros como Dancing in the Light (Bailando bajo la luz) y Out on a Limb (En el limbo), que Oprah me hizo leer, pero que no me parecieron nada extraordinarios.»

Jo Baldwin se distanció de Oprah cuando dejó de trabajar para ella. «Creo que quería quitarme el respeto de mi familia dando a entender que yo era una perdedora, porque ella me había despedido. También creo que Oprah me perjudicó económicamente, impidiendo que publicaran mi novela. Pero creo que, por encima de todo, Oprah quería avergonzarme por ser discípula de Jesús como diciendo: “¿Qué está haciendo Él por ti que sea tan grande?”. Oprah inflige heridas emocionales que podrían llevar a enfermedades físicas si no se curan. Mi fe me impidió caer enferma.»

Desde 1995, Oprah exige a todos sus empleados de Harpo y, más tarde, de O, The Oprah Magazine, que firmen acuerdos de confidencialidad, donde juran que nunca revelarán nada sobre ella, de sus negocios, de su vida personal, de sus amigos o asociados, a nadie, en ningún momento. Casi todos los que entran en sus dominios deben firmar este contrato de confidencialidad, y la perspectiva de ser procesado por incumplirlo hace que muchos, aunque no todos, guarden silencio. Sorprendentemente, averigüé que Oprah está tan asustada de la verdad sin adornos en labios de sus antiguos empleados como ellos lo están de unos posibles pleitos.

Aparte de los que están atados por los acuerdos de confidencialidad, había otros que temían hablar, sencillamente, por miedo a ofender a alguien famoso, de forma muy parecida a lo que les sucedía a los que admiraban el traje nuevo del emperador de la fábula. Esto tampoco era inusual, excepto entre los periodistas, que suelen ser tan valientes como los marines y, supuestamente, son inmunes al culto a los famosos. Si consideramos que Oprah es el patrón oro del marketing, es comprensible que haya cierto miedo a hablar por parte de cualquiera que desee vender sus productos en su programa, incluyendo los periodistas que anhelan escribir libros que ella bendecirá. Cuando llamé a Jonathan Van Meter para preguntarle sobre el efusivo artículo de primera plana que había escrito sobre Oprah para Vogue, dijo: «Mira, es que no puedo hablar contigo… Sí, puede que esté asustado… Es sólo que ayudarte no me ayudaría» y a continuación reconoció, a regañadientes, que había puesto todos los «aspectos negativos» de su investigación para Vogue en una semblanza de Oprah que, más tarde, publicó en The Oxford American. «Aquí no ha tenido mucha resonancia», añadió, nervioso.

Cuando llamé a Jura Koncius, de The Washington Post, me dijo: «Conocí a Oprah antes de que fuera Oprah, cuando llevaba el pelo a lo afro […] Cada año, en Navidad, enviaba una limusina para que me recogiera y me llevara a su programa en Baltimore para hablar de regalos navideños […] Pero no quiero hablar de mis experiencias y, sobre todo no quiero que me incluyas en tu lista de agradecimientos». He tomado la debida nota, la señora Koncius.

Mi investigadora recibió una respuesta todavía más acalorada de Erin Moriarty, de CBS-TV, que compartió habitación con Oprah durante un par de meses, en Baltimore. Desde entonces, la señora Moriarty ha obsequiado a los amigos con anécdotas de Oprah de aquellos tiempos, y después de oír esos relatos en boca de otros le pedí una entrevista. Reacia a que sus palabras constaran públicamente, la señora Moriarty se mostró menos que cordial cuando se enteró de que sus historias sobre Oprah se habían difundido por todas partes.

Vi toda la fuerza del poder y la influencia de Oprah en la publicación de este libro, en abril 2010, cuando algunos de los principales medios lo boicotearon. Larry King me excluyó de su programa de entrevistas en la CNN, porque no quería ofender a Oprah. Joy Behar también me cerró la puerta, igual que Barbara Walters, que salió en The View para denunciar que las biografías no autorizadas, y especialmente ésta, lo único que hacen es «tratar de encontrar algo sucio». Como no había leído el libro, le envié un ejemplar, con una carta en la que expresaba mi decepción por su denuncia pública. No ha contestado. Por entonces, Barbara Walters estaba negociando con la ABC para que en 2011, cuando Oprah ya se hubiera retirado de las emisiones de televisión, el programa The View pudiera emitirse a las cuatro de la tarde, es decir, en la franja horaria de The Oprah Winfrey Show. ABC se negó a sindicar el programa de la señora Walters, lo cual, según reconoció, le hizo perder millones de dólares.

Sería imposible escribir biografías, tanto autorizadas como no autorizadas, sin la ayuda de los periodistas, y por este motivo yo he recurrido a tantos. Su trabajo es el primer borrador de la historia y sienta las bases para futuros estudiosos e historiadores. Por ello, agradezco la generosidad que recibí, especialmente en Chicago, donde los periodistas llevan veinticinco años ocupándose de Oprah y la conocen bien. También aprecio a los que tenían demasiado miedo para ayudar, porque ese temor pone de relieve el efecto que Oprah ha tenido en muchos de los medios.

A lo largo de los años, la mujer que parece tan cálida y acogedora en televisión se ha ido volviendo cada vez más recelosa y desconfiada de los que la rodean y, a juzgar por la investigación que he hecho para este libro, no me cuesta comprender por qué dice que, a veces, se siente como un cajero automático. Cuando llamamos a su ex amante de Baltimore para solicitarle una entrevista, dijo: «Para hablar, quiero un pedazo del pastel».

Le escribí diciendo que no pago las entrevistas porque eso ensucia la información transmitida, convirtiéndola en poco fiable y sospechosa. Una transacción así destruye la confianza que el lector debe tener en el escritor y puede poner en entredicho el hecho de que la información revelada sea justa, sincera y exacta y no está coaccionada en modo alguno ni influida por el dinero. El hombre respondió por correo electrónico diciendo que, en realidad, no había pedido que le pagaran por hablar de Oprah y que nunca le habían pagado por hablar de ella en el pasado, algo que el redactor de un tabloide negaría más tarde.

Mientras escribía, recibí, también, una llamada de un abogado de Chicago, en representación de un cliente que afirmaba «tener pruebas contra Oprah» y que quería venderme la información. Sentí la suficiente curiosidad para preguntarle si su cliente, que había trabajado con ella, había firmado uno de los acuerdos de confidencialidad vinculantes de Oprah. «No —dijo el abogado—. Está libre como un pájaro.»

Su cliente pedía un millón de dólares. Una vez más, le dije que no pagaba por la información.

Cuando acabé este libro me sentía de un modo muy parecido a cuando lo empecé: llena de admiración y respeto por mi personaje y con la esperanza de que esta biografía no autorizada sea recibida con el mismo espíritu, si no por la propia la señora Winfrey, sí por aquellos que se han visto inspirados por ella, en particular las mujeres. Porque he tratado de seguir la brújula fiel de las palabras mencionadas antes del presidente Kennedy y he intentado adentrarme en el mito con el objetivo de contestar a la eterna pregunta: «¿Cómo es realmente?». En el proceso he descubierto a una mujer extraordinaria, enormemente complicada y contradictoria. A veces, generosa, magnánima y profundamente afectuosa. A veces, mezquina, de miras estrechas y egocéntrica. Ha hecho muchísimo bien, sin duda, pero también ha respaldado productos e ideas que no sólo son polémicos sino que muchos consideran nocivos. Hay un lado cálido en Oprah y otro que podríamos llamar frío como el hielo. Oprah no es una primera dama, un cargo elegido, ni siquiera una estrella de cine, pero es un personaje estadounidense único que ha dejado una huella indeleble en la sociedad, mientras trataba de cambiarla. Ha hecho realidad el sueño americano… para ella y para muchos.

 

KITTY KELLEY

Marzo de 2010

 
 

       «La libertad de expresión no sólo está viva
—gritó—. Además, está que se sale.»

OPRAH WINFREY,
(26 de febrero de 1998)

           

       FOTOGRAFÍA de AP Photo/LM Otero.


 1

Oprah Winfrey voló a Chicago desde Baltimore en diciembre de 1983, en unos momentos en que una peligrosa ola de frío sumía a la Ciudad del Viento a temperaturas de –30 ºC.

Había ido a presentar un programa diurno, local, de entrevistas, y el 2 de enero de 1984 introdujo sus 106 kilos en la ciudad marchando, resuelta, en su propio desfile, organizado por WLS-TV. Llevaba uno de sus cinco abrigos de pieles, el pelo con una permanente Jheri y lo que ella llamaba sus «pendientes mamá grande». Saludaba a la gente a lo largo de State Street, gritando: «Hola, soy Oprah Winfrey. Soy la nueva presentadora de A. M. Chicago… Miss Negra en el aire».

Era un gran carnaval formado por una sola mujer, lleno de guaus, yupis y aleluyas. «Pensé que en WLS estaban locos cuando me enteré de que habían contratado a una mujer afroamericana para presentar su programa matutino dirigido a las amas de casa blancas, de los barrios residenciales, en la ciudad más dividida racialmente de los Estados Unidos —dijo Bill Zwecker, del Chicago Sun-Times—. Por suerte, me equivoqué».

Chicago iba a vivir un viaje de locura. Durante la primera semana de Oprah, su programa matinal y local derrotó de forma aplastante al programa de difusión nacional Donahue en los índices de audiencia y, antes de que pasara un año, Phil Donahue, rey de los programas de entrevistas en televisión, hacía las maletas y se marchaba a Nueva York. Oprah continuó derrotándolo en los índices y, después de forzarlo a cambiar de escenario, a continuación lo obligó a cambiar de espacio horario, a fin de no competir con ella. Para entonces estaba a punto de alcanzar la difusión nacional, después de recibir una prima de fichaje de un millón de dólares cuando The Oprah Winfrey Show se vendía en 138 mercados. Durante ese primer año llegó a ser una sensación tal que apareció en The Tonight Show, ganó dos Emmy locales y estaba a punto de hacer su debut cinematográfico en El color púrpura. Su «descubrimiento» para el papel de Sofía en esa cinta le ganó muchos partidarios entre los entusiastas de la historia de la Cenicienta y más tarde la recompensaría con el premio del Globo de Oro y la nominación al Óscar como mejor actriz de reparto.

—Era igual que Lana Turner, en la cafetería, tomándose un refresco, sólo que de un color diferente —bromeó Oprah, al contar la historia de cómo Quincy Jones, que estaba en Chicago por negocios, la vio en televisión una mañana y llamó a Steven Spielberg para decirle que había encontrado a la persona perfecta para hacer de Sofía.

—Es perfecta —dijo Jones—. Gorda y peleona. Muy peleona.

Oprah pasó el verano de 1985 rodando la película, un tiempo que luego recordaría como el más feliz de su vida. «El color púrpura fue la primera vez que recuerdo estar con una familia de personas que me hacía sentir querida de verdad…, donde la gente ve genuinamente tu alma y ama tu alma, y te quieren por quien eres y por lo que puedes dar».

Para entonces, estaba en la cúspide de la clase de éxito que siempre había soñado conseguir. «Me destinaron a grandes cosas —dijo—. Soy Diana Ross y Tina Turner y Maya Angelou.» Desbordando confianza, le dijo a Steven Spielberg que debía poner su nombre en las marquesinas de los cines y su cara en los carteles de la película. «Probablemente soy la persona más popular de Chicago», afirmó. Cuando Spielberg puso reparos, diciendo que eso no estaba en el contrato, lo regañó diciéndole que cometía un enorme error. «Espera. Ya verás. Voy a pasar a nacional. Voy a ser algo inmenso».

Spielberg no cambió de opinión y Oprah no lo olvidó. Cuando llegó a ser tan «inmensa» como había pronosticado, él se convirtió en una de las malas hierbas de su jardín de agravios. Trece años más tarde, en 1998, en una entrevista concedida a Vogue contó su conversación: «“Voy a estar en televisión y la gente va a…, bueno, conocerme.” Y Steven dijo: “¿Ah, sí?”. Y yo le dije “A lo mejor quieres poner mi nombre en el cartel de la película”. Y él dijo: “No, no puedo hacer eso…”. Y yo insisto: “Es que creo que voy a ser famosa”. Y todo junto es mi favorito “Ya-te-lo-dije, Steven, ¡deberías haber puesto mi nombre en aquel cartel!”».

Una semana antes del estreno, Oprah decidió hacer un programa sobre la violación, el incesto y los abusos sexuales. Cuando la dirección le puso obstáculos, les dijo que unos días después iban a verla en la pantalla grande, en una película sobre el tema, así que por qué no investigarlo primero para el público local. La emisora aceptó, al principio a regañadientes, y luego puso anuncios pidiendo voluntarias para hablar por televisión sobre los abusos sexuales a los que habían sido sometidas.

Este programa en particular se convirtió en el sello distintivo de Oprah —una víctima que vence a la adversidad— y en el principio del fenómeno Oprah Winfrey. Nadie lo comprendió en aquel momento, pero el espacio le dio importancia nacional y acabó convirtiéndola en defensora de las víctimas de abusos sexuales. En ese programa, inició un nuevo tipo de televisión que sumiría a los telespectadores en dos décadas de altibajos, llevándolos desde los barrizales a las estrellas. Entretanto, llegó a ser la primera mujer negra multimillonaria del mundo y un icono cultural cercano a la santidad.

«Soy el instrumento de Dios —ha dicho Oprah en diversas ocasiones—. Soy su mensajera… Mi programa es mi ministerio.»


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