Primer hogar de Oprah Winfrey 3 страница

Años más tarde, Oprah creó su Lista de vigilancia de depredadores sexuales, en <www.ophra.com>, para ayudar a localizar a los delincuentes sexuales. En diciembre de 2005, había diez hombres en la lista y, a los quince meses, cinco de ellos habían sido capturados porque Oprah había llamado la atención sobre sus casos. Ofrecía una recompensa de 100.000 dólares por la información que llevara a la captura de cualquiera de los hombres de la lista y, a principios de septiembre de 2008, la compañía anunció que nueve de los hombres habían sido capturados. Por lo menos en tres casos, Oprah pagó los 100.000 dólares a quienes los entregaron.

A lo largo de los años, continuó haciendo programas sobre abusos sexuales. Algunos eran gratuitos («Quiero que mis hijos maltratados vuelvan», «Prostitutas y madamas», «Hombres que salen con amigas de sus hijas», «Mujeres que se pasan al lesbianismo»); otros eran pioneros («Abusos sexuales dentro de la familia», «Violación y víctimas de violación», «Cómo protegerte de que te rapte un violador»), pero cada uno de ellos la acercaba más a comprender lo que le había pasado a ella misma.

A pesar de todo, le llevó mucho tiempo comprender la auténtica destrucción causada por los abusos a los niños. Oprah averiguó que los abusos sexuales son un delito que sigue causando daños mucho después de que el depredador sexual haya desaparecido, y que hace que, a veces, los supervivientes sigan sufriendo de estrés postraumático muchos años después… pero no creía ser uno de ellos. Al principio, afirmó que había superado su experiencia de violación, totalmente indemne. Era fuerte, decidida y estaba segura de sí misma. «No fue algo horrible en mi vida —afirmó, hablando de sus años de abusos sexuales, y añadió que permitió que las caricias continuaran porque le gustaba la atención que recibía—. Y creo que gran parte de la confusión y la culpa que el niño sufre se debe a que se siente bien. De verdad.»

En 1993, siempre más abierta con las publicaciones negras, reconocía, en Ebony, incluso mientras testificaba ante el Congreso que ningún niño es responsable de los abusos que sufre, que creía que, en su caso, debió de hacer o decir algo provocativo para alentar a quienes abusaron de ella. «Sólo ahora me estoy librando de esa vergüenza», dijo.

En la época anterior a darse cuenta de su error, Oprah asimilaba la violación al sexo, no a la violencia. Durante la semana de su debut en Chicago, tuvo como invitado a Tony Geary, la estrella de las telenovelas. Una mujer de entre el público preguntó por el episodio de Hospital General en el que el personaje de Geary comete una violación. Oprah intervino: «Bueno, si te van a violar, mejor que sea Tony Geary».

Fueron necesarios muchos más programas para que viera la relación que había entre el delito que la había aterrado de niña y los estragos que siguieron: promiscuidad en la adolescencia, embarazos no deseados, relaciones desastrosas con los hombres, inclinación hacia las mujeres, abuso de drogas, necesidad obsesiva de control y esa manera compulsiva de comer que hacía subir y bajar su peso constantemente, durante décadas.

En lugar de acudir a la psicoterapia para sanar sus heridas, Oprah buscó el bálsamo de la confesión pública en televisión, pensando que sería la mejor solución para ella y para otras.

«Gran parte de lo que he dicho de mí misma ha sido catártico para mí, igual que lo ha sido para los invitados al programa. Comprendo que revelaran tanto porque una vez que lo has revelado ya no tiene poder sobre ti. Quiero decir, ir y decir que habían abusado de mí sexualmente hizo más por mí que por nadie en todo el mundo. No podría haberlo hecho de otro modo y seguir siendo yo.»

En aquel programa en concreto se identificó como víctima, lo cual la situó en una posición de autoridad para abordar la cuestión, pero se negó a que los abusos la derrotaran. Como resultado, se vio recompensada con unos altísimos índices de audiencia, la atención nacional y oleadas de simpatía que la inoculaban contra las críticas. Una vez que habló públicamente de su vergüenza privada, la exhibió como si fuera un sombrero nuevo, añadiendo incluso en su biografía oficial para la prensa que fue «una víctima infantil de los abusos sexuales».

Empezó a aceptar invitaciones para hablar en centros de víctimas de violación, dirigirse a las víctimas de incesto y recaudar dinero para niños que habían sufrido abusos sexuales. Testificó ante el Congreso e hizo que presentaran proyectos de ley, se aprobaran y el presidente de los Estados Unidos los firmara convirtiéndolos en ley. Al cabo de pocos meses, se sentía lo bastante a salvo como para hablar de su propia violación con más detalle.

«Aquel tipo era un primo por matrimonio. Yo tenía nueve años y él diecinueve. En aquel momento no había nadie más en casa. Yo no sabía qué pasaba. Nunca había visto un hombre. Quizá ni siquiera supiera que los chicos eran diferentes. Sin embargo, sí que sabía que estaba mal, porque él empezó a restregárseme y manosearme. Recuerdo que me hacía daño. Luego, me llevó al zoo como pago por no decírselo a nadie. Me seguía doliendo y me acuerdo de que sangraba mientras íbamos hacia allí. Aquel año me enteré de dónde venían los niños y vivía absolutamente aterrorizada pensando que, en cualquier momento, iba a tener un hijo. Durante todo el quinto curso tuve frecuentes dolores de vientre y me excusaba para ir al baño, y así tener al bebé allí y no decírselo a nadie».

Muchos años más tarde habló de lo que había pasado en casa de su madre. «El novio de la prima de mi madre […] abusaba sexualmente de mí repetidamente. Y a mí me parecía que esto es algo que pasa. De alguna manera, me sentía como marcada. Pensaba que era culpa mía […] Pensaba que era la única persona a la que le había pasado y me sentía muy sola y, en mi interior, sabía que no habría sido seguro que lo contara. Instintivamente, sabía que si lo contaba, me echarían la culpa, sabes, porque era la época en que la gente decía: “Bueno, de todos modos, eras una fresca, ¿sabes?”. O también, como en la novela El color púrpura, de Alice Walker en la que Pa dice de Celie: “Siempre ha sido una embustera”.

»El hombre que abusaba de mí se lo contaba prácticamente a todo el mundo. Decía: “Estoy enamorado de Oprah. Me voy a casar con ella; es más lista que todos vosotros juntos”. Lo decía y nos íbamos a algún sitio juntos. Todos lo sabían. Y preferían mirar hacia otro lado. Se negaban a reconocerlo. Y luego había algo muy repugnante: mi prima, que vivía con nosotros, era también una mujer maltratada y yo hacía un trato con su novio; él podía tener sexo conmigo si no la pegaba. Me sentía protectora hacia ella y decía: “Bien, de acuerdo, iré contigo, si me prometes que no pegarás a Alice”. Y así era…, era algo permanente, continuo, hasta el punto de que empecé a pensar, ya sabes: “Así es la vida”».

Oprah parecía tan franca en lo que revelaba por televisión sobre sus intimidades que nadie sospechó que pudiera estar ocultando otros secretos. Como los cómicos que disimulan sus tinieblas con humor, Oprah había aprendido a eliminar el dolor bromeando, y a mantener lo que más le dolía enterrado en lo más profundo de su ser. Sabía cómo dar la información justa para ser divertida y desviar cualquier indagación posterior, lo cual es una razón para que, cuando su programa se hizo nacional, insistiera en asumir el control de sus relaciones públicas. Mientras parecía que estaba contándolo todo sobre ella misma, en realidad conservaba bien encerrado en su interior más de lo que compartía en televisión. Sentía que necesitaba presentarse como una persona abierta, cálida y acogedora en el aire y ocultar esa parte de ella que era fría, cerrada y calculadora. Tenía miedo de no gustar si la gente veía una dimensión más compleja del personaje encantador que prefería presentar. «Lo que hago es gustar a la gente —decía—. Necesito gustar…, incluso a la gente que no me gusta.»

Su victimización personal influiría en sus programas durante los siguientes veinte años, incidiendo en su elección de temas e invitados, en los libros que seleccionaba para su Club del Libro, en sus obras benéficas e, incluso, en sus relaciones. Siempre se esforzaba por aceptar lo que había sucedido en casa de su madre. Utilizaba su triste infancia para intentar ayudar a otros mientras trataba de ayudarse a sí misma, pero sin terapia, su lucha no tenía fin, y eso era evidente en su constante batalla contra el peso; adelgazando y engordando, dándose atracones y ayunando. Su excesiva necesidad de control, añadida a la inmensa gratificación que sentía al ser el centro de atención, aplauso y aprobación, tenía sus raíces en los abusos sexuales sufridos en la adolescencia. La necesidad de salir de aquel sórdido agujero empujaría a Oprah a cosechar un éxito sin precedentes que le aportaría la rica recompensa de un modo de vida lujoso, un bálsamo sanador contra el hecho haber crecido en la pobreza.

   2

La leyenda de que Oprah Winfrey era una niña negra, sin padre y más pobre que una rata, descuidada por una madre adolescente que, según Oprah, había llevado «con vergüenza» su embarazo, se extendió cuando Oprah empezó a conceder entrevistas en Chicago. Dijo a los periodistas: «Nunca tuve un vestido comprado en una tienda ni un par de zapatos hasta los seis años […] El único juguete que tenía era una muñeca hecha con una mazorca de maíz seca y unos mondadientes». Recordaba que sus primeros años fueron solitarios, sin nadie con quien jugar salvo los cerdos sobre los que se montaba a pelo para dar vueltas por el patio de su abuela. «Sólo podía hablar con los animales de la granja. […] Les leía historias de la Biblia». Los años que Oprah pasó con su madre de acogida en Milwaukee fueron todavía peores: «Éramos tan pobres que no podíamos permitirnos un perro o un gato, así que convertí a dos cucarachas en mis mascotas […] Las metí en un tarro y las llamé Melinda y Sandy».

En esa época Oprah obsequiaba a su público con historias sobre su infancia y adolescencia, en las que tenía que acarrear agua del pozo, ordeñar las vacas y vaciar el orinal; una infancia gris y de penurias como la de los cuentos de hadas. Oprah se metamorfoseaba en «Oprahcienta» mientras tejía sus historias sobre la abuela de la vara en la mano y el abuelo que la golpeaba con el bastón que la criaron hasta los seis años.

«Ay, la de palizas que me llevé —decía—. La razón de que quisiera ser blanca era que nunca veía que a los niños blancos les pegaran —le contó a la escritora Lyn Tornabene—. Mi abuela me zurraba constantemente. Es algo normal en la tradición del Sur; es la manera en que se educa a los niños. Si derramas algo, te dan una paliza; si cuentas una mentira, te dan una paliza. […] Mi abuela me pegaba con una vara. […] Podía pegarme cada día, sin cansarse nunca».

Oprah jugaba con la raza como un gatito juega con un ovillo de hilo. «Sólo era un pobre pedazo de carne de color, con pelo pasa», dijo sobre su nacimiento, que tuvo lugar el 29 de enero de 1954, en Misisipí, el estado más racista de la nación. En lugar de repartir cartas de recriminación, Oprah extendía la baraja de los recuerdos como si fuera un abanico de plumas, bromeando y despertando la curiosidad, mientras recurría al dialecto para describir su infancia en Kosciusko (Misisipí). «Es un sitio tan pequeño que escupes y estás fuera del pueblo antes de que el escupitajo llegue al suelo», dijo de la pequeña comunidad (6.700 habitantes) donde nació, en la cabaña de madera de su abuela, fuera de los límites del condado.

«Por entonces éramos gente de color —hablo de antes de que todos nos convirtiéramos en negros— y la gente de color vivía fuera de los límites de la ciudad, sin agua corriente. Y todos sabéis qué significa eso —seguía, arrastrando las palabras—. Sí, señora —decía, poniendo en blanco sus enormes ojos castaños—. Un retrete con dos agujeros y un catálogo de Sears y Roebuck para limpiarte. —Rememoraba el retrete de su abuela con unos aspavientos exagerados—. Cielo santo. ¡Y cómo olía! Yo siempre tenía miedo de caerme dentro».

Oprah decía que rezaba cada noche para tener unos tirabuzones como Shirley Temple. «Quería llevar el pelo suelto como ella, en lugar de aceitado y peinado en trenzas sujetas con diecisiete pasadores.» Trató de cambiar la forma de su nariz, «intentaba que se inclinara hacia arriba», poniéndose una pinza de la ropa al irse a dormir cada noche. «Sí, lo reconozco —le dijo a Barbara Walters—. Quería ser blanca. Al crecer en Misisipí [pensaba que] a los niños blancos los querían más. Recibían más. Y sus padres eran más buenos con ellos. Así que yo quería esa clase de vida.»

Más tarde, la hermana de Oprah rechazó el mito de una pobreza absoluta: «Claro que no éramos ricos —le dijo Patricia Lloyd a una periodista—. Pero Oprah exageró lo mal que lo pasábamos…, supongo que para despertar la compasión de sus espectadores y ampliar su audiencia. Nunca tuvo cucharachas como mascotas. Siempre tuvo un perro. También tenía un gato blanco, una anguila en un acuario y un periquito llamado Bo-Beep al que trató de enseñar a hablar».

Durante una entrevista que concedió a la revista Life en 1997, Oprah, que entonces tenía 43, se vino abajo y se echó a llorar pensando en su desdichada infancia, lo cual hizo que el periodista escribiera: «Oprah era una niña sin ningún poder, nacida pobre e ilegítima en el segregado Sur, en una granja en Kosciusko (Misisipí). Pasó sus seis primeros años allí, abandonada en manos de su abuela materna».

Pero no todos en la familia estaban de acuerdo con el lacrimoso tono de esta afirmación. Así lo afirmó la madre de Oprah, Vernita Lee, cuando le preguntaron por la tendencia de su hija a la dramatización: «Oprah tiende a fantasear un poco». La historiadora de la familia, Katharine Carr Esters, la prima a la que Oprah llama Tía Katharine, no se mostró tan tolerante: «Bien mirado, aquellos seis años con Hattie Mae fueron lo mejor que podía pasarle a una niña nacida en una familia pobre —dijo—. Oprah creció como hija única con la atención total y absoluta de todos nosotros: sus abuelos, sus tías, sus tíos y primos, además de su madre, que Oprah nunca menciona que estuvo con ella cada día de los primeros cuatro años y medio de la vida de Oprah, hasta que se fue al norte, a Milwaukee, para buscar un trabajo mejor […] No tengo ni idea de dónde ha sacado Oprah esas tonterías sobre crecer rodeada de suciedad y cucarachas. La tía Hat tenía una casa inmaculada […] Era una casa de madera, con seis dormitorios, con un salón grande que tenía una chimenea y mecedoras. Había tres ventanas grandes, con cortinas de encaje al estilo Priscilla. El comedor estaba lleno de preciosos muebles Chippendale. Y en la cama del dormitorio de la tía Hat había un magnífico cobertor blando; todos los niños sabíamos que estaba prohibido jugar encima».

Durante el verano de 2007, a la edad de setenta y nueve años, Katharine Carr Esters se acomodaba en el «porche para señoras», de Seasonings Eatery, con su amiga Jewette Battles para compartir con ella sus recuerdos de los «años de crecimiento» de Oprah en Misisipí:

—Mira, tienes que entender que quiero a Oprah y me gustan mucho todas las buenas obras que hace para los demás, pero no comprendo las mentiras que cuenta. Ya lleva años haciéndolo —dijo la señora Esters.

—Bueno, lo que cuenta tiene algo de verdad —dijo la señora Battles—, pero supongo que Oprah lo adorna hasta que no se puede reconocer y lo convierte en historias que…

—No son historias —dijo la nada fantasiosa la señora Esters—. Son mentiras. Puras y simples. Mentiras… Oprah no para de decir a sus espectadores que ella y la hija de Elvis Presley, Lisa Marie, son primas y, por todos los santos, eso es una mentira absurda… Sí hay Presleys en la familia, pero no son parientes de Elvis, y Oprah lo sabe, pero le gusta fingir que es prima lejana de Elvis porque eso la convierte en más de lo que es.

La señora Esters es inexorable cuando se trata de aclarar la historia de la familia: «Oprah no creció en una granja de cerdos. Sólo había un cerdo. No ordeñaba a las vacas; sólo había una vaca… Sí, eran pobres, todos lo éramos-pero la tía Hat era dueña de su propia casa, más media hectárea de tierra y unas cuantas gallinas, lo cual hacía que su situación económica fuera mejor que la de la mayoría de gente en la comunidad de Buffalo. Hattie Mae no le pegaba a Oprah cada día y, ciertamente, a Oprah no le faltaban muñecas ni vestidos […] He hablado con ella sobre esto varias veces. Me he enfrentado a ella y le he preguntado “¿Por qué cuentas esas mentiras?”. Oprah me dijo: “Es lo que la gente quiere oír. La verdad es aburrida, tía Katharine. La gente no quiere que la aburran. Quiere historias dramáticas”.

»Oprah hace que sus seis primeros años parezcan lo peor que nunca le ha ocurrido a una niña nacida en una familia que sólo intenta sobrevivir. Yo estuve allí gran parte de esos años y te puedo asegurar que estaba más consentida, mimada y malcriada que cualquier niña de los alrededores […] Todos los padres saben que los seis primeros años de la vida de un niño sientan las bases para toda la vida, y esos seis primeros años, allí con Hattie Mae, le dieron a Oprah la base de su confianza en sí misma, su habilidad verbal y su deseo de triunfar. Lo que sucedió más tarde, en la adolescencia…, bueno, eso es harina de otro costal.»

Por su parte, la señora Esters se niega a aceptar las historias llenas de colorido de Oprah y las considera simples fantasías: «Se inventa historias para darse importancia y eso no está bien… No dice la verdad. Nunca lo ha hecho. Afirma que de niña no tenía nada, pero sí que tenía. Deberías haber visto la ropa, las muñecas, los juguetes y los libros que la tía Hat traía a casa para ella. Por aquel entonces Hattie Mae trabajaba para los Leonard —la familia blanca más rica de Kosciusko— y se aseguraban de que Oprah tuviera todo lo que tenían sus propias hijas. Bueno, es verdad que las cintas y los delantales con volantes y todo eso no eran nuevos; Oprah los heredaba de las Leonard, pero seguían siendo muy bonitos. Los Leonard eran los dueños de los grandes almacenes de la ciudad y sus cosas eran las mejores. Todos los domingos Hattie Mae vestía a Oprah como una muñeca y la llevaba a la iglesia baptista de Buffalo, donde empezó a recitar sus pequeñas obras.

La tía Katharine recordaba a Oprah como una niña precoz, que empezó a caminar y a hablar muy pronto: «Siempre fue el centro de atención porque era el único pequeño de la casa. Y siempre quería estar en primer plano. Si los adultos estaban hablando y no conseguía que le hicieran caso, iba hasta ellos y les pegaba para que le prestaran atención».

Vernita confirmó que todos, incluyendo a su abuela, mimaban mucho a su hija. «Ella [Hattie Mae] era estricta, pero Oprah se salía con la suya en cosas que yo nunca pude hacer, porque era la primera nieta. Era una niña encantadora, pero muy mandona. Siempre quería ser la que mandaba.»

Antes de cumplir los tres años, Oprah cautivaba a la congregación de su abuela recitando la historia de Daniel en la guarida de los leones. «Me ponía de pie delante de sus amigas y empezaba a recitar obras que me había aprendido de memoria —dijo Oprah en una ocasión—. Allí donde iba, preguntaba: “¿Quieren oírme recitar algo?”»

La abuela de Oprah, Hattie Mae Presley era nieta de esclavos. Crió a cinco hijos mientras trabajaba de cocinera para el sheriff de Kosciusko y llevaba la casa de los Leonard, de quien decía que eran «buena gente blanca». Su educación sólo llegaba a tercer curso, y su marido, Earlist Lee (llamado Earless por la familia), no sabía leer ni escribir su nombre. «Pero, sin duda, tía Hat conocía la Biblia y enseñaba las historias a Oprah. También le enseñó a reconocer las letras, y luego mi padre le enseñó a leer, así que cuando cumplió los seis años ya había aprendido lo suficiente como para saltarse el jardín de infancia y entrar directamente en primer curso —dijo Katherine Esters, la primera persona de la familia en conseguir un título universitario—. Me costó doce años de escuela nocturna lograr ese diploma, pero finalmente lo conseguí […]Compré un diccionario de sinónimos y me lo leí como si fuera una novela.»

La madre de Katharine, Ida Presley Carr, puso a la hija de Vernita Lee el nombre de Orpah, como la cuñada de Ruth en el Antiguo Testamento, pero de camino al juzgado del condado para presentar la partida de nacimiento, la comadrona, Rebeccca Presley, escribió mal el nombre bíblico y Orpah se convirtió en Oprah y ya nadie la llamó de otra manera.

En la partida de nacimiento de Oprah Gail Lee había otro error, el que hacía constar a Vernon Winfrey como padre. «Años más tarde averiguamos que no podía ser verdad, pero en aquellos momentos Bunny —así es como la familia llama a Vernita— dijo que Vernon era el padre porque era el último de los tres hombres con los que dijo que se había acostado. Y él aceptó la responsabilidad […] No se dio cuenta de la verdad hasta años más tarde, cuando comprobó su historial militar y vio, con total seguridad, que no podía haber dado la vida a una niña nacida en enero de 1954. Pero para cuando lo descubrió, Oprah ya lo llamaba Papá.»

Aunque Oprah llegó a apreciar la ética de trabajo de su abuela, recordaba sus años con Hattie Mae, a la que llamaba «Mama», como míseros y tristes. Sin embargo, antes de morir en 2007, la tía materna de Oprah, Susie Mae Peeler, que describió a Oprah como una joven dulce y lista, dijo: «Todos la adorábamos. La idolatrábamos de verdad. Mi madre, Hattie, le daba a Oprah todo lo que quería que tuviera y todo lo que Oprah quería. Y eso que éramos pobres. Pero lo conseguíamos para ella. La vestíamos con ropa bonita y todo eso. Fue y se convirtió en algo importante, además.

»Oprah afirma que nunca tuvo vestidos comprados en tiendas, ¡pero tenía más vestidos de esos que yo! Afirmaba que no tenía muñecas, pero las tenía a montones, de todo tipo».

Lo más cerca que Oprah estuvo de revisar su historia de «ninguna muñeca» fue en 2009, durante su entrevista con Barbra Streisand, que dijo que había crecido siendo tan pobre que transformó una botella de agua caliente en su única muñeca. «Guau —exclamó Oprah—. Eras más pobre que yo.»

La comunidad negra empezó a marcharse de Kosciusko en la década de 1950, cuando cerró la mayor empresa de la ciudad, la Apponaug Cotton Mill. «Los puestos de trabajo escaseaban, así que muchos de nosotros nos dirigimos al norte en busca de trabajo —explicó la señora Esters, describiendo el mayor desplazamiento de población de la historia de los Estados Unidos, conocido como la Gran Migración—. Durante aquellos años no se veía ni un coche vacío saliendo de la ciudad. Los llenábamos a tope y nos íbamos a Chicago, Detroit y Milwaukee con la esperanza de encontrar trabajo en las fábricas, con un sueldo mejor. Por todo el Sur, eran las abuelas negras las que criaban a sus nietos, porque las madres y los padres se marchaban al Norte, para conseguir un empleo y ganar dinero. No se podía conseguir nada quedándose en el Sur. No se recogía algodón y la gente quería algo más que servir en las casas donde habían trabajado sus familiares. La madre de Oprah, que nunca acabó la secundaria, trabajaba como criada, pero quería algo mejor para ella y para su hija, así que la llevé a Milwaukee en 1958, donde vivió conmigo hasta que levantó cabeza… Vive allí desde entonces, pero yo volví a Kosciusko en 1972.»

El abuelo de Oprah, Earlist Lee, murió en 1959, cuando ella tenía cinco años. Oprah lo recuerda sólo como una presencia oscura en su vida: «Le tenía miedo […] Recuerdo que siempre me tiraba cosas o trataba de espantarme con el bastón». Hattie Mae, que tenía sesenta años y estaba mal de salud, ya no podía cuidar de Oprah, así que la enviaron a vivir con su madre, que tenía veinticinco años y había tenido otra hija, llamada Patricia Lee, nacida el 3 de junio de 1959. El padre de Patricia aparece, años más tarde, en el certificado de defunción de Patricia, con el nombre de Frank Stricklen, aunque Vernita y él nunca se casaron. Cuando Oprah llegó, Vernita y el bebé vivían en una pensión que llevaba la madrina del bebé.

«A la señora Miller (la casera) yo no le gustaba, por el color de mi piel —recordaba Oprah—. Ella era una negra de piel clara a la que no le gustaban los negros de piel más oscura. Y mi media hermana [tenía] la piel clara, y ella la adoraba. No fue algo que me dijeran nunca, pero todos sabían que era así porque tiene la piel clara y yo no.»

Más adelante, cuando se trasladó a Chicago, amplió sus opiniones sobre el color de la piel, hablando de Harold Washington, el primer alcalde afroamericano: «Somos galletas de chocolate —dijo clasificando su raza por el color y desvelando un leitmotiv que incluyó en su selección de amigos y amigas a lo largo de los años—. Hay galletas de chocolate, galletas de jengibre y las hay de crema de vainilla. Las galletas de jengibre son los que, aunque sabes que son negros, tienen todos los rasgos de los blancos […] Los de crema de vainilla son los que podrían pasar [por blancos] si quisieran, y luego está la gente como yo y el alcalde. No se nos puede confundir con nada que no sea el chocolate».

La prima de Oprah, Jo Baldwin, recordaba que Oprah la llamó después de leer Louvenia, Belle’s Girl, la novela de Baldwin.


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