Primer hogar de Oprah Winfrey 13 страница

La noche antes cenó con su amiga Maria Shriver y su entonces prometido Arnold Schwarzenegger. «Estábamos sentados en un reservado del restaurante y Arnold hacía de Joan Rivers. No paraba de tratar de sacarme información. “¿Por qué tienes éxito?”, “¿Por qué has aumentado de peso?”.»

Por entonces, Joan Rivers era famosa por freír a Elizabeth Taylor con chistes de gordos: «Tiene más papadas que el listín telefónico de Hong Kong», «Lleva una pegatina en el coche que dice: “Si llevas comida, toca la bocina”» o «Los tres tetones más grandes de Virginia son John Warner (marido número seis) y Elizabeth Taylor». Así pues, era inevitable que el peso de Oprah saliera a colación durante su aparición de siete minutos en The Tonight Show.

El 29 de enero de 1985, mientras esperaba entre bastidores, Oprah escuchaba la presentación de Joan Rivers: «Me muero de ganas de conocerla. Dicen de ella que es descarada, espabilada y enternecedora. Por favor, ayúdenme a dar la bienvenida a Oprah Winfrey».

Oprah se sintió rebajada. «Pensé: “Vaya, ha leído demasiado sobre lo de espabilada”. […] Mujer negra. Quiero decir que cuando oyes eso te imaginas que voy a aparecer cargada con una gallina y una sandía, y con un pañuelo de colores anudado a la cabeza.»

Oprah se presentó con un vestido de ante de color azul real, cargado de hileras de lentejuelas y abierto por la parte delantera para dejar al descubierto las medias blancas y un par de zapatos azules, también de ante, centelleando. Siguiendo la moda del momento, llevaba el pelo cardado y rociado con laca hasta dejarlo rígido. Llevaba los ojos maquillados en púrpura y rojo y sus rojos labios estaban delineados en púrpura para complementar el vestido, que, según dijo, le había hecho a medida en Chicago alguien llamado Towana. Los largos pendientes estaban llenos de estrás. Tenía aspecto de haber ido allí directamente desde un almuerzo distinguido, sin tiempo para cambiarse en un bar de carretera.

Joan le preguntó por su infancia y Oprah desgranó sus historias de «palizas» y «cucarachas mascota», antes de que la conversación llegara a las dietas:

—¿Cómo engordaste? —preguntó Joan.

—Comiendo —respondió Oprah.

—Eres guapa y estás soltera. Adelgaza.

Más tarde, Oprah diría que tuvo muchas ganas de darle una bofetada a la presentadora. «Pero… estaba en la televisión nacional por primera vez […] Luego Joan Rivers, que es así de pequeña, hizo una apuesta conmigo para perder peso. Le dije que vale. Estaba en la televisión nacional. ¿Qué otra cosa iba a decir?.»

Rivers dijo que perdería dos kilos y cuarto si Oprah perdía seis y tres cuartos. Se estrecharon la mano y acordaron volver a reunirse en el programa al cabo de seis semanas, para ver quién había ganado.

Oprah volvió a Chicago al día siguiente y reservó mesa en Papa Milano, para su «último festín». Invitó a su equipo a acompañarla. «Son mi familia —dijo—. Tomamos casi todas las comidas juntos.» Alertó a los medios para que cubrieran la juerga, que, según Debbie DiMaio, empezó a las siete y media de la tarde con sándwiches de queso gratinado. Luego vino el desayuno en Pancake House. «Pedí auténticas crepes, crepes de patata y una tortilla —dijo Oprah—. Cuando las trajeron dijeron: “Las hemos hecho a regañadientes, porque queremos que ganes tu apuesta con Joan. No te las comas todas”. Luego, para almorzar, me tomé mi última súper ración de patatas fritas. Así que tomé mi comida favorita —patatas—, dos veces.»

El menú de la cena consistía en pizza, pasta e fagioli, pan de ajo, pimientos dulces, ravioli, ensalada, cannoli, galletas y spumoni. Al día siguiente, en el Chicago Tribune, apareció una foto de Oprah metiéndole en la boca un trozo de pizza a Randy Cook, entonces su novio, un afroamericano alto y de piel clara, con bigote.

«Era Stedman antes de Stedman —dijo Cook, muchos años después—. Viví con Oprah en su piso desde enero hasta finales de mayo de 1985.»

Años más tarde su aventura de cinco meses se convirtió en un tormento para Oprah: Cook decidió hacer pública su relación y escribir un libro. Para entonces, Oprah vivía con Stedman Graham, que dirigía Athletes Against Drugs (Atletas contra las drogas). La propuesta del libro de Cook se titulaba El mago de O: La verdad detrás del telón: Mi vida con Oprah Winfrey. Algunos de sus capítulos eran:

 

• «Oprah me inicia a fumar cocaína»

• «Oprah: drogas, sexo, fuera de control»

• «Oprah y Gayle»

 

Describía que Oprah lo había iniciado en el consumo de drogas y que convertía la cocaína en su propio crack en su piso de la planta 24. Escribía gráficamente que se convirtieron en «monstruos dominados por la carne» y se regodeaban en un «sexo animalizado». Decía que Oprah le daba regularmente su tarjeta de crédito para sacar dinero para comprar drogas para los dos. Ella era la capitalista; él, el proveedor. Afirmaba que se había hecho adicto por culpa de Oprah, y que su vida había entrado en una espiral de descontrol. Cuando tocó fondo, perdió su empleo, se declaró en bancarrota y, por último, entró en un programa de desintoxicación de doce pasos. «Uno de los pasos me exige que repare el daño hecho —escribía—. En mi caso, esto significa tenderle la mano a Oprah. Así que fui a su estudio para hablar, pero Oprah no quiso saber absolutamente nada de mí.»

Rechazado y furioso, Cook decidió escribir una revelación completa. Envió su propuesta a las editoriales, pero ninguna quiso publicar un libro sobre cómo un amado icono estadounidense cocinaba crack y fumaba hasta volar a las nubes. Así pues, Cook contactó con Diane Dimond, la periodista de investigación de Hard Copy, un programa tabloide de noticias en televisión, dedicaba a las revelaciones sobre famosos, que se emitía en sindicación, desde hacía diez años.

«Por mi experiencia en Hard Copy, que era propiedad de Paramount Pictures, no había nadie de quien no pudiéramos ocuparnos —afirmó Diane Dimond—. Hice reportajes sobre Michael Jackson y Heidi Fleiss (la madame de Hollywood, que fue a prisión), y ella tenía el nombre de todos mis jefes en su librito negro. Hice un programa sobre O. J. Simpson y destruí el caso de violación de William Kennedy Smith, así que no parecía que hubiera nadie sobre el cual estuviera prohibido investigar. Pero no tardé en descubrir que Oprah Winfrey era, definitivamente, la única intocable cuando Linda Bell Blue, mi productora […] recibió una llamada nada menos que de Jonathan Dolgen, director de Paramount, que gritó y chilló hasta que Linda prometió que me obligaría a dejar el proyecto […] Me dijo que no se nos podía ver atacando a una de las mujeres negras con más éxito de los Estados Unidos… Yo había hablado con Cook y su abogado varias veces…, pero en aquel momento tuve de abandonar la historia.»

Cook dijo a The Star que Oprah usaba su influencia para impedirle contar su historia. Oprah negó la acusación y lo llamó «embustero» y «drogadicto», alguien en quien no se podía confiar y a quien no se podía creer. Además, según Cook, Oprah dijo que lo lamentaría si contaba su historia a alguien más. Él dio marcha atrás, más tarde volvió a caer en las drogas y finalmente volvió a entrar en desintoxicación.

Para entonces, Oprah se había enterado de que alguien más que afirmaba haber tomado drogas con ella en Baltimore también había vendido la historia a The National Enquirer y, aunque no la habían publicado, sentía la amenaza de que su pasado con las drogas apareciera pronto en primera plana de todos los tabloides. «Sí que teníamos un artículo titulado “Fui el camello de Oprah”, pero lo eliminaron en el último momento —recordaba el redactor jefe de The Enquirer—. Según recuerdo, vino a vernos y le pagamos, después de que pasara la prueba del detector de mentiras.»

«Me entrevisté con el tipo de Baltimore que afirmaba que había sido el novio de Oprah, cuando ella trabajaba en la emisora local —dijo el periodista Jerry Oppenheimer—. Tomaba coca con ella y, por lo que recuerdo, también había vendido drogas para ganarse la vida, mientras estaba liado con ella. Tenía fotos de los dos juntos —esto era siempre una condición indispensable para The National Enquirer, eso y pasar la prueba del detector de mentiras— y me pareció que era creíble… Era un hombre de la calle, pero bastante coherente y agradable, muy simpático».

Al igual que la mayoría de celebridades, Oprah acabó despreciando los tabloides. Al principio de su carrera, había cooperado con ellos, ofreciéndoles historias de sí misma, dándoles incluso fotos personales, y había pagado a alguien para publicar historias de «sus buenas obras» sobre sus donaciones a obras benéficas. Pero cuando fue famosa, vilipendió a los semanarios de tienda de comestibles diciendo que eran «pornografía verbal» y clamó contra su interés por ella. Despidió a los empleados que les filtraban información e impuso una norma en la compañía, según la cual nadie podía pronunciar su nombre fuera de las oficinas. Se dieron instrucciones de que, en público, se refirieran a ella como «Mary», de forma que las conversaciones que alguien oyera en restaurantes o bares no se convirtieran en pasto de tabloides. También tenían prohibido tomar fotografías indiscretas de ella. Se obsesionó por la publicación, en los tabloides, de noticias sobre su peso, y sus poco halagüeñas fotos solían hacer que se pusiera a llorar.

«En una ocasión encargué a un reportero una cobertura completa, de veinticuatro horas, de las vacaciones de Oprah en Necker Island, con Stedman —dijo un ex editor de The National Enquirer—. Cuando Stedman se fue a jugar al golf, Oprah llamó el servicio de habitaciones y pidió dos tartas de nueces pecanas. Nuestro reportero ayudó al camarero con la entrega. Oprah abrió la puerta. No había nadie más en la habitación con ella. Una hora más tarde, llamó al servicio de habitaciones para que recogieran las bandejas vacías, que había dejado a la puerta y que nuestro hombre fotografió… De todos los reportajes que hicimos sobre Oprah y su peso a lo largo de los años, ése tiene un lugar destacado en mi memoria por lo que me decía sobre la clase de comilonas que hacía en secreto, cuando no la veía nadie.»

Sus mejores amigos suplicaban a Oprah que hiciera caso omiso de esos periódicos y revistas sensacionalistas: «No eres tú —le dijo Maya Angelou—. Tú no estás en esas historias». Pero Oprah sabía que su público era un público de tabloides: compartía los mismos grupos demográficos con ellos. Las mujeres que veían su programa cada día hacían la compra cada semana y veían las historias sensacionalistas cada vez que se acercaban a la caja. Oprah daba por sentado que la mayoría de gente era como ella y se creía lo que leía.

Al igual que en el pasado, ahora, parientes y amigos ávidos de dinero la habían vendido a los periódicos y revistas sensacionalistas pero en esta ocasión Oprah decidió tomar el control de la situación: a finales de 1994, se reunió con su equipo y les habló de presentar un programa sobre el abuso de drogas para poder aludir (en general, sin especificar) a su propia experiencia con las drogas. El programa presentaría a madres, porque las mujeres tienen un aspecto más comprensivo que los hombres cuando hablan sobre cómo se enfrentan a sus adicciones. La hora se grabaría —no se emitiría en directo— para poder retocar el programa, si era necesario. Para entonces, los índices de audiencia de Oprah habían caído en un 13 por ciento, en las dos últimas temporadas, aunque seguía alta en la estima pública, y a algunos miembros de su equipo les preocupaba que ese reconocimiento tuviera un efecto contraproducente. Pero ella pensaba que no tenía alternativa.

El programa, grabado el 11 de enero de 1995, fue muy promocionado. Durante la grabación, Oprah se vino abajo y reconoció, entre lágrimas: «Yo consumí la misma droga —le dijo a una madre que hablaba de su adicción al crack —. Es el gran secreto de mi vida y siempre ha pendido sobre mi cabeza». Aparte de eso, no ofreció ningún detalle en absoluto sobre dónde, cuándo o con quién había tomado drogas, pero su reconocimiento público la protegía de cualquiera que se presentara, procedente de su pasado.

La revelación de Oprah alcanzó las noticias nacionales y su portavoz, Deborah Johns, dijo a los reporteros que Oprah había sido «totalmente espontánea». Tim Bennet, presidente de Harpo Productions, estuvo de acuerdo: «Puramente espontánea —afirmó—. Directo del corazón, de Oprah». Pero los columnistas Bill Zwecker y Robert Feder, de Chicago, que tenían fuentes muy dentro de Harpo, sabían que no era así; informaron de que la «confesión» de Oprah no era más que una treta para estimular los índices de audiencia y se había producido porque otras personas no identificadas habían amenazado con revelar su secreto.

«En Oprah nada es espontáneo —dijo un ex empleado suyo, en 2007—. Puede parecer espontánea, pero todo ha sido tan cuidadosamente coreografiado como en una obra de teatro japonesa. Es fabulosa en televisión —no hay nadie mejor—, pero no deja nada al azar. […] Es como Ronald Reagan: en Hollywood lo consideraban un actor de segunda pero de ningún modo uno de los grandes. Ni por asomo. Pero por televisión era un comunicador magnífico, con justo el suficiente teatro como parecer sincero. Pues bien, Oprah es igual: sabe cómo llorar cuando toca. En una ocasión me dijo que cada lágrima vale medio punto en los índices de audiencia, y ella puede llorar cuando le da la gana.» Ese ex empleado observó que las mayores revelaciones de Oprah se producían durante y justo después de la semana de los sondeos (febrero, mayo, julio y noviembre). «Los índices lo son todo para Oprah.»

Tanto si su confesión sobre el consumo de drogas estaba pensada para aumentar el índice de audiencia como si era un método para acallar a los periódicos sensacionalistas, lo cierto es que Oprah se las había arreglado para revelar su secreto en un ambiente amable y comprensivo, y sentía que se había librado de un gran peso. «Ya no tengo que preocuparme de eso —afirmó—. Comprendo la vergüenza. Comprendo la culpa. Comprendo el secreto.»

Después de que Oprah reconociera públicamente haber consumido drogas, Randy Cook presentó una demanda de veinte millones de dólares contra ella por injurias y angustia emocional, pero Oprah estaba armada y dispuesta: «Pelearé contra esta demanda hasta que me quede en la bancarrota, antes que darle ni un penique a ese embustero», dicen que afirmó Oprah. Más tarde, en los documentos de los tribunales, negó haber dicho lo de «embustero». Para entonces, Cook, ya sin empleo y sin medios, parecía un hombre desesperado que trataba de sacar provecho de una antigua relación con una mujer que ahora valía millones. Su demanda fue desestimada por el tribunal de distrito de Illinois, pero apeló y el Tribunal de apelaciones restableció varios puntos de su reclamación. Tras dos años de escaramuzas legales, Oprah se vio obligada a responder a sus interrogatorios. En sus respuestas, acabó admitiendo lo que había negado tanto tiempo: que ella y Cook habían tenido relaciones sexuales, y que ella y Cook habían consumido cocaína de forma regular y sistemática.

Cook ganó el derecho a un juicio con jurado, pero antes de que se fijara la fecha, retiró la demanda, «a petición de mi madre moribunda». Dijo que su familia y sus amigos le suplicaban que no fuera a juicio en contra de Oprah Winfrey, pero incluso en fechas tan recientes como 2007, todavía trataba de que le pagaran por la historia de la aventura de cinco meses que había tenido dos décadas antes y seguía intentando —sin éxito— vender su libro en el que lo contaba todo. Aseguraba que Oprah y él, cuando vivían juntos en 1985, eran adictos, pero que no sabía cómo ella había dejado la droga: «En algunas ocasiones, Oprah y yo nos quedábamos levantados toda la noche colocándonos. Gayle King venía al piso por la mañana. […] Limpiábamos todas las pruebas y actuábamos como si no pasara nada unos momentos antes de que Gayle entrara. No fue hasta que Oprah y yo rompimos cuando Gayle se enteró [de las drogas]. Pero cuando lo supo, intervino y bien podría ser que fuera ella quien sacó a Oprah de la droga para siempre —dijo Cook—. La última vez que vi a Oprah fue en 1985, antes de que se fuera para rodar El color púrpura.»

   8

Existe un vínculo inmutable entre las mujeres negras nacidas en el Sur y acunadas en brazos de unas abuelas que se ponían sombrero para ir a la iglesia los domingos, se balanceaban al ritmo de los espirituales y les inculcaban la reverencia hacia «los ancestros». Cuando estas mujeres se encuentran como desconocidas, se abrazan como hermanas, porque están conectadas a la tierra de las carreteras rurales de Arkansas, a los pantanos de Luisiana, a los profundos bosques de Georgia y a las ciénagas de Misisipí. Se conocen antes de que las presenten.

«Fue esa conexión con la bondad y la fuerza de las mujeres sureñas lo que me unió a Oprah —recordaba Alice Walker, premio Pulitzer y autora de El color púrpura—. Escribí el papel de Sofia basándome en mi madre y le di a Quincy Jones [productor] y Steven Spielberg [director] una foto suya de cuando tenía la edad de Oprah. Así que cuando Quincy vio a Oprah en televisión, estaba viendo a mi madre. […] Cuando conocí a Oprah, también yo vi a mi madre. He ahí el origen de mi afecto por ella y, pese a la distancia que, desde que rodamos la película en 1985, ella ha puesto entre las dos, le sigo estando agradecida. Apareció para transportar el espíritu de mi madre y lo hizo muy pero que muy bien.»

Oprah afirmó que el mérito de su confianza en sí misma lo tenían sus raíces sureñas: «Tengo mucha suerte porque me crié en el Sur, en Nashville y Misisipí —dijo—. Toda esa crianza sureña me hace sentir que puedo hacer cualquier cosa. No me hizo lo que le hace a mucha gente. Nunca, en toda mi vida, me sentí oprimida».

Casi todas las mujeres que trabajaron en El color púrpura tenían alguna conexión con el Sur, y ese sentimiento de hermandad contribuyó a lo que Alice Walker llamó la «experiencia sagrada» de hacer la película. Antes de vender los derechos, insistió en que el productor y director se comprometieran a tener un reparto y un equipo diversos. «Hice que constara por escrito que, por lo menos, el 50 por ciento de los contratados tenían que ser negros, mujeres o pertenecientes a alguna otra minoría —declaró—. Éramos un grupo afortunado porque encajamos maravillosamente bien para contar la historia.»

El director, Steven Spielberg, no quería un reparto de desconocidos para la que decía que era su primera película seria. Después de contratar a Whoopi Goldberg, entonces desconocida, para el papel de Celie, confiaba en poder conseguir a Tina Turner, para el papel de la cantante Shug Avery. Pensaba eliminar el lesbianismo de la novela y rodar sólo un dulce beso entre Celie y Shug, pero quería que Whoopi Goldberg se sintiera cómoda: «Si voy a besar a una mujer, por favor que sea Tina», dijo Whoopi.

Turner fue también la primera elección de la escritora, el productor y el director de reparto. Dando por supuesto que contaban con ella, Quincy Jones organizó una reunión con el director, pero, como diría más tarde, la estrella le tiró los trastos a la cabeza: «Ni aunque me estuviera muriendo haría una película de negros —declaró Turner—. Me costó veinte años salir de toda esa mierda negra y no voy a volver».

Jones confesó que se quedó tan escandalizado que no pudo ni abrir la boca. «Pero comprendía, claro, sus sentimientos al no querer hacer el papel de una mujer maltratada». Estaba enterado de los años de palizas que había sufrido a manos de su ex marido. Así pues, el papel recayó en Margaret Avery, que tuvo una actuación brillante y recibió una nominación a los premios de la Academia, como mejor actriz de reparto. Pero el rechazo de Tina dejó a la película sin ninguna estrella conocida y una pizca de enfado: «Rechaza El color púrpura y luego va y hace Mad Max: Más allá de la cúpula del Trueno. Y dice que busca la credibilidad como actriz —exclamó Whoopi Goldberg—. No me hagas reír».

En su autobiografía, Quincy Jones escribió que la reacción de Tina Turner reflejaba la actitud de Hollywood en aquel entonces: «Nadie quería hacer una película de negros», dijo, explicando las resistencias que tuvo que vencer, en 1985, para conseguir rodar la película. Las estadísticas lo respaldan: en las cintas para adolescentes estrenadas aquel verano no aparecía en pantalla ni una mujer negra. Por ello, Jones se decidió a ir en busca del popular director de E.T, el extraterrestre, cuya magia hizo que millones de personas creyeran en la humanidad de un alienígena de goma arrugada, que se parecía a Elmer Fudd. A continuación, el productor tuvo que convencer a Alice Walker de que Steven Spielberg era la persona perfecta para convertir su libro en una película importante. Al principio reacia, Walker acabó dejándose convencer: «Supongo que si puede hacer que creamos en marcianos, lo mismo podrá hacer con nuestra gente», declaró.

Décadas después de escribir la novela que le aportó sustanciosas ganancias, elogios y reconocimiento internacionales, Alice Walker sostenía que El color púrpura era un regalo que le habían dado para que se lo diera a otros. Su falta de ego por haber escrito la historia de una vida de maltrato físico y sexual de una pobre chica del campo, a manos de los hombres, elevó el nivel del rodaje para todos. «Todos queríamos que Alice estuviera orgullosa», afirmó Margaret Avery.

Oprah dijo que el día más feliz de su vida fue cuando la escogieron para el papel de Sofia y que rodar la película fue «la única vez que me he sentido parte de una familia, rodeada por un amor sin condiciones». Rememoraba la experiencia con un sobrecogimiento lleno casi de veneración. «Fue una evolución espiritual para mí —declaró—. Aprendí a amar a los demás haciendo esa película.»

Oprah forjó unas amistades fuertes, pero pocas sobrevivieron al paso del tiempo: se peleó con Whoopi Goldberg, quien más tarde la compararía a Lonesome Rhodes, el monstruo hambriendo de poder de Un rostro en la multitud; se metió con Akosua Busia, que también apareció con ella en Sangre negra y que escribió el primer guión de Beloved, la película que Oprah creía que la convertiría en una leyenda cinematográfica; se alejó de Alice Walker y ofendió a Steven Spielberg. Sin embargo Oprah se mantuvo unida a Quincy Jones. «Lo quiero más que a nadie en el mundo —dijo en una ocasión». Reverenciado por su genio musical, «Q», como lo llaman sus amigos, abrió a Oprah su influyente círculo de Hollywood e hizo que formara parte de su mundo de celebridades. Una vez, Oprah le envió una camiseta en la que ponía: «Oprah me ama incondicionalmente. No puedo cagarla»).

Más tarde, Oprah diría que el que consiguiera el papel de Sofia en El color púrpura fue un desígnio divino. « No me sorprendió, de verdad, de verdad —declaró—. Es exactamente lo que se suponía que tenía que suceder. Que me tenía que suceder a mí.»

Tanto si fue Dios como si fue la buena suerte, bien pudo ser que la contrataran gracias a su volumen. En la primavera de 1985, estaba en una clínica de adelgazamiento para perder peso y ganar la apuesta que había hecho con Joan Rivers en The Tonight Show. Mientras corría por la pista, recibió una llamada del director de reparto, Reuben Cannon, que le advirtió: «Si pierdes una sola libra, pierdes el papel». Sin malgastar un momento, hizo las maletas y se fue corriendo a la heladería más cercana.

En aquellos momentos, la presentadora de treinta y un años, cabalgaba en un cometa de fama local, cruzando Chicago. «Prácticamente no podía hacer nada mal», dijo. Sabía que un papel importante en una película de Spielberg podía lanzar su estrellato a la estratosfera. «Quería ese papel más de lo que había querido nada en mi vida», afirmó. Cuando se enteró de que estaba entre las candidatas y le pidió a su abogado que no se pusiera demasiado duro negociando. «Presionaba y presionaba y presionaba. Le dije: “Jeff, lo haría a cambio de nada; por favor, por favor, no pidas dinero, dinero”. Él contestó: “No lo vas a hacer gratis”.» Quincy Jones y Steven Spielberg ya habían aceptado sus honorarios (84.000 dólares cada uno), igual había hecho el resto del reparto (35.000 dólares cada uno). «Fue una labor de amor por parte de todos» —afirmó Oprah.

Oprah hizo la prueba el Día de los Santos Inocentes de 1985, con Willard Pugh, que hacía el papel de su marido, Harpo, en la película. «Cuando acabamos, Steven dijo que quería vernos arriba, en su despacho —explicó—. Allí nos dijo que nos quería a los dos para los papeles. Yo me volví loca. Salté encima del sofá de Steven, y al hacerlo, tiré al suelo su lanzadera espacial de la NASA a escala; pero eso no fue nada, Willard se cayó redondo.»

El director tuvo ocasión de recordar ese momento veinte años después, cuando su amigo Tom Cruise, que promocionaba La guerra de los mundos, se subió de un salto al sofá de Oprah para demostrar su amor por Katie Holmes, que pronto sería su esposa. En los periódicos y revistas del corazón corrían rumores de que Tom Cruise quizá fuera homosexual y Oprah pareció dar alas a la especulación diciéndoles a los periodistas que no estaba convencida del entusiasmo heterosexual del actor. «No me lo tragué —dijo—. Sencillamente no me lo tragué.» Después de la aparición del actor en su programa, la expresión ‘saltar encima del sofá’, con el significado de conducta extraña o frenética, entró en A Historical Dictionary of American Slang. Spielberg se indignó por las críticas que recibía su amigo Tom Cruise y lo defendió públicamente: «Trabajar con Tom es uno de los grandes regalos que me ha dado este negocio», afirmó. No mencionó la vez que Oprah exhibió una exuberancia parecida al subirse de un salto a su sofá en 1985, pero en 2005 su amistad de veinticinco años estaba un tanto ajada. Meses después de que Cruise saltara encima del sofá, Spielberg no asistió al estreno en Broadway de la producción de Oprah de El color púrpura. El musical, y ella ignoró la entrega del premio al trabajo de toda una vida concedido al director en el Festival de Cine de Chicago.


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