Primer hogar de Oprah Winfrey 10 страница

El viaje empezó cuando su pastor, el reverendo John Richard Bryant, pronunció un sermón diciendo que Dios era un Dios celoso. «Estaba sentada allí, pensando por vez primera, después de que me educaran como baptista…, iglesia, iglesia, iglesia, domingo, domingo, domingo… Pensé: “Veamos, ¿por qué Dios, que es omnipotente, que lo tiene todo, que me creó a mí y que hace salir el sol cada mañana, por qué ese Dios tendría que estar celoso de cualquier cosa que yo tenga que decir? ¿O sentirse amenazado por una pregunta que yo tuviera que hacer?”».

Pero Oprah, incluso sintiéndose fortalecida por la religión, se percató de que su humillación pública tenía un precio, física y emocionalmente. «Los reporteros que salían del edificio, la encontraban sentada en el coche llorando, incapaz de reunir la energía suficiente para ponerlo en marcha», dijo Michael Olesker.

«El estrés era tan intenso que se le empezó a caer el pelo —recordaba Jane McClary—. Más tarde diría que había sido una mala permanente, pero era estrés, sin ninguna duda».

Oprah se consolaba con la comida, comía sin parar las veinticuatro horas del día. Años más tarde, la misma Oprah contaría: «Todavía conservo el cheque que le extendí a mi primer médico dietista, en Baltimore, en 1977. Tenía veintitrés años, pesaba 67 kilos, tenía una talla 38 y pensaba que estaba gorda. El médico me puso un régimen de 1.200 calorías y, en menos de dos semanas perdí cuatro kilos y medio. […] Dos meses después había recuperado cinco y medio. Así empezó el ciclo del descontento, la batalla con mi cuerpo. Conmigo misma».

Las anécdotas que Oprah y otros cuentan sobre su lucha con la comida, son, a veces, cómicas, pero, por lo general, son más bien tristes. «La conocí en Comedores Compulsivos Anónimos —dijo Hilda Ford, ex secretaria de recursos humanos del estado de Maryland—. Nos hicimos muy amigas, pese a que nos llevábamos treinta años. […] Las dos éramos mujeres negras y gordas y, en aquel entonces, ambas éramos forasteras en Baltimore. […] Asistíamos a las reuniones de Comedores Compulsivos Anónimos, hacíamos ejercicio en el gimnasio juntas y luego íbamos a la charcutería favorita de Oprah, en Cross Keys, y —¿puede creérselo?— nos atracábamos de pollo frito.»

En WJZ se acuerdan de una fiesta que dio Pat Wheeler, una de las productoras de WBAL. «Al acabar la noche, Pat iba despidiendo a todo el mundo, pero no conseguía que Oprah se fuera, porque había una enorme fuente de salmón, todavía por empezar —contó un periodista—. Oprah, que comía vorazmente, no quería marcharse hasta haberlo devorado todo. Fue una exhibición asombrosa de glotonería.» Oprah reconocía abiertamente que comía de forma compulsiva. Decía que, con frecuencia, su adicción a las galletas de chocolate la hacía salir del apartamento a horas intempestivas de la noche para ir a la panadería, con botas y un abrigo encima del pijama. La mayoría de los que la conocían eran conscientes de que su comer no era sino un sustituto de alguna otra cosa. «Me llegaban historias de las comilonas que se daba cuando se sentía sola», dijo Bill Carter.

«Después de su cadena de éxitos, Oprah quedó destrozada por su destitución —escribió Gerri Kobren, en The Baltimore Sun—. Temía que su carrera estuviera llegando a un punto muerto, y durante un tiempo pensó en marcharse de la ciudad. Se le caía el pelo, dejando enormes rodales calvos; tenía que llevar la cabeza envuelta con un pañuelo mientras trabajaba».

Más tarde, durante la primera euforia de su éxito nacional, Oprah le dio un giro totalmente diferente a su pérdida de pelo. En lugar de reconocer que tenía los nervios destrozados, culpó al director adjunto de informativos de la WJZ, afirmando que la había enviado a Nueva York para un cambio de imagen después de decirle: «Tienes el pelo demasiado espeso, los ojos demasiado separados, la nariz demasiado ancha y la barbilla demasiado larga; tienes que hacer algo al respecto». Oprah afirmó que querían que se hiciera la cirugía estética. En sus historias, que contaba con entusiasmo a reporteros crédulos y espectadores que la adoraban, decía que el director adjunto de informativos fue a verla un día para anunciarle: «Tenemos problemas con tu aspecto. Te vamos a enviar a Nueva York. Allí hay gente que puede ayudarte». Aseguraba que la habían enviado a «un salón muy requetepijo, de esos donde te ofrecen vino para que cuando salgas no te importe qué aspecto tienes. Bueno, pues, dije: “¿Saben como tratar el pelo de un negro negro?”. Y la respuesta fue: “ Oui, madame, tratamos pelo negro, pelo rojo, pelo rubio, y también su pelo”. Entonces, aquel francés me puso una permanente francesa en mi pelo negro. Y, en aquel tiempo —era 1977— yo era la clase de mujer que se quedaba allí, sentada, y dejaba que aquella permanente francesa le quemara hasta el córtex cerebral, antes que decirle a aquel hombre: “Me hace daño”… Me dejó la permanente puesta hasta el punto que, cuando me levanté de la silla, lo único que sujetaba mis folículos capilares eran costras».

Más divertido que exacto, su exagerada historia sobre cómo le «frieron» la cabeza hasta dejarla «más calva que una bola de billar» formaba parte de una representación exuberante que hacía pasar un rato feliz a su público, pero que su «tía» Katharine Esters quizás habría dicho que era otra de «las mentiras de Oprah». Lo cierto de todo ello es que, en efecto, había ido a un salón de belleza de alto nivel en Manhattan, pero no la había enviado la emisora. «No teníamos presupuesto para esa clase de cosas», aseguró el productor de informativos Larry Singer.

«No recuerdo en absoluto que la enviáramos a Nueva York para que un peluquero francés se ocupara de su pelo —dijo Gary Elion, director de informativos—. No sé de dónde ha salido esa historia.»

Decidida a mejorar por medio de la cosmética, Oprah se fue a Nueva York, pero dentro de su mitología del cambio de imagen supuestamente ordenado por los zoquetes de una dirección masculina, gemía: «Querían convertirme en puertorriqueña, […] blanquearme la piel y cambiarme la nariz». Llegado este punto de su discurso, Oprah solía asestarle una puñalada al director de informativos. Afirmaba que también quería cambiarle el nombre. A veces, decía que quería que se llamara Suzie. Apoyaba una mano en la cadera, sonreía y le preguntaba al público: «¿Creen que tengo pinta de Suzie?» En otras ocasiones decía que él quería que se llamara Cathy.

El único periodista que se atrevió a poner en duda sus fabulosas historias fue Bill Carter, crítico de televisión de The Baltimore Sun, que más tarde trabajó en The New York Times. Después de entrevistarla en 1986, cuando Oprah insistió en que Gary Elion quería que se cambiara de nombre, Carter llamó al ex director de informativos, por entonces abogado en ejercicio.

«Me halaga que Oprah se acuerde de mí —dijo Elion, diez años después de haber dejado la emisora—, pero nunca le he pedido a nadie que se cambiara el nombre, excepto a mi mujer cuando le pedí que se casara conmigo.» Sin perder la cortesía, mientras Oprah lo machacaba en entrevistas y discursos, Elion se limitó a repetir la observación de Winston Churchill, quien afirmó que una mentira ha dado ya media vuelta al mundo antes de que la verdad se haya puesto los pantalones.

En la primavera de 1977, William F. Baker ocupó el cargo de director general de WJZ y no tardó en ser ascendido a presidente de Westinghouse Television and Group W Satellite Communications. «Todos lo llamábamos doctor Baker, porque tenía un doctorado —recordaba Jane McClary, contratada por Baker en Cleveland—. Conseguí el trabajo recién salida de la universidad, porque mi cuñado era el secretario de prensa del senador John Glenn, de Ohio. Bill Baker era muy listo. Contrató a Arleen Weiner, cuyo marido era un abogado de mucho prestigio en Baltimore, y también contrató a Maria Shriver. Veía la ventaja de contratar a gente con esa clase de conexiones… Maria quería estar en antena, pero estaba demasiado gorda y era poco atractiva, así que el doctor Baker la puso como productora adjunta de Evening Exchange

Una vez creado Morning Exchage en Cleveland (Ohio), el programa matinal local más valorado del país que serviría de modelo para Good Morning America, de ABC, las órdenes de Baker eran hacer lo mismo en Baltimore.

«Por entonces, la televisión diurna era un sector de público todavía sin explotar, un sector compuesto de amas de casa y totalmente infravalorado —dijo Baker—. Lo único que tenían eran culebrones y concursos. Yo quería darles algo más y, después de que mi esposa y yo fuéramos a unas cuantas fiestas y conociéramos a la gente de la emisora, ella me propuso que pensara en Oprah. “Quieres hacer otro Morning Exchange aquí y necesitas una copresentadora. Creo que tendrías que ver a Oprah. Va con el corazón en la mano. Habla sin parar y se lleva bien con todo el mundo. Me parece que te iría bien”.»

Para entonces, Oprah había conseguido volver a las noticias y los días laborables copresentaba los informativos del mediodía. No era un puesto permanente ni era el horario de máxima audiencia, pero Oprah volvía a estar en el juego. Lo último que quería era encargarse de de la sección denominada «Dialing for Dollars» (‘La llamada del dinero’) de un programa de entrevistas diurno.

«Por favor, no», le rogó a Baker cuando le dijo que iba a comprar la popular franquicia y que su nuevo trabajo como copresentadora de People Are Talking incluiría anunciar la contraseña de «Dialing for Dollars», al principio del programa; al final de la hora, elegiría un número de teléfono al azar de un cuenco de números enviados previamente por los telespectadores. Si el seleccionado estaba viendo el programa y contestaba con la contraseña acertada, él o ella ganaría dinero. Si no contestaban al teléfono, el dinero se sumaría al bote para la llamada del día siguiente. Era un ardid de cuarenta y cinco segundos que los productores usaban para que los telespectadores siguieran conectados.

De repente le parecía que incluso aquellos antiguos programas sobre cacatúas, elefantes del circo y camiones de bomberos eran inluso más importantes. «La verdad es que Oprah iba camino de marcharse —diría Baker muchos años después—. Se limitaba a cumplir su contrato hasta poder irse… Yo sabía que no leía bien un guión [informativo], pero eso no equivale a usar el medio en todo su potencial, y no es lo que yo tenía en mente para un programa matutino de entrevistas. Necesitaba a alguien bueno improvisando, alguien interesado en la gente, que pudiera manejar las llamadas de los telespectadores y a todo tipo de invitados. También creía que Oprah sería buena con los temas superficiales, así que se lo propuse al director del programa, Alan Frank, quien me recomendó que la emparejáramos con Richard Sher, un presentador de informativos serio, que llevaba en la emisora desde 1975.»

Frank dijo: «Para hacerlo bien, debemos tener un hombre blanco y una mujer negra. Así cubrimos todos los campos».

Baker estuvo de acuerdo. «Ahora venía lo difícil —confesó—. Tenía que convencer a Oprah».

Incluso contra las cuerdas, Oprah habría preferido que la despidieran antes que pasar a la televisión diurna. «En realidad, quería seguir en informativos —afirmó Baker—. Sabía que, por aquel entonces, las noticias eran lo único que importaba en televisión. Veía los programas diurnos como una humillación, un fracaso. Se echó a llorar. “Por favor, no me hagas esto —suplicó—. Es lo más bajo de lo más bajo.” Yo le dije: “Si consigues tener éxito en el diurno, Oprah, te prometo que tendrás un efecto más profundo en Baltimore del que puedas tener como presentadora de informativos”. Lo que le ofrecía era un trabajo real y, francamente, no tenía más remedio que aceptar.»

En lugar de jugar su carta de «lo tomas o lo dejas», Baker prometió ayudarla. «Le dije que abriría mi Rolodex para ella. “Me ocuparé de las reservas, si es necesario, haré las llamadas y supervisaré a los productores. Estaré allí en cada paso del camino, porque mi carrera depende de este programa matinal de entrevistas tanto como la tuya. Ya verás, juntos, lo convertiremos en un éxito.»

Lo que Bill Baker le dijo a Oprah se lo dijo también a los periodistas. «Esto será el refinamiento definitivo de los programas de tertulias matinales. […] Las amas de casa son personas brillantes e inteligentes. Son personas con ideas profundas». Prometió darles programas con sustancia, que definió diciendo que tratarían del consumo abusivo de Valium, de las dietas especiales, de la sexualidad masculina, la moda y la cocina. «People Are Talking será el mejor programa matinal de estudio que esta ciudad o cualquier ciudad haya hecho nunca.» También quería crear un programa de entrevistas que compitiera con The Phil Donahue Show, que estaba consiguiendo unos índices de audiencia extraordinarios en todo el país, Baltimore incluido.

Baker le prometió a Oprah un elevado presupuesto para producción, un aumento de salario, un decorado nuevo y muy estudiado, un sistema de conexiones sofisticado, asesores de vestuario, especialistas en iluminación y maquillaje, más la oficina de reservas de Westinghouse, que, dijo, le garantizaría invitados mejores porque se les ofrecería la oportunidad de aparecer en las cinco emisoras de Westinghouse, en todo el país.

«Finalmente Oprah aceptó —recordaba Baker años después—, pero salió de mi despacho con lágrimas en los ojos».

   6

Richard Sher se estremeció al recordar el 14 de agosto de 1978, debut de People Are Talking. «Todavía recuerdo el titular de The Baltimore Sun —dijo décadas más tarde—: “Una ráfaga de aire caliente y viciado”.»

Los críticos de televisión hicieron trizas el nuevo programa de estrevistas matinal. Arremetieron contra Bill Baker por prometer un producto inteligente para las amas de casas y luego darles un programa «sin sentido» sobre culebrones. Arremetieron contra Richard Sher por acaparar el tiempo en antena con un ego que «devoraba a la copresentadora, a los invitados y a la mayor parte del mobiliario». Atacaban violentamente a los productores por el ritmo espasmódico y descontrolado: «People Are Talking nació ayer, con fuegos de artificio, como una especie de coche trucado, con un conductor bisoño que en su vida habría usado un embrague».

Sólo Oprah se libraba de las críticas condenatorias. Elogiaban su sonrisa «brillante» y su manejo de la sección «Dialing for Dollars», que Oprah llevó «con una gracia inusual, dándole a este ardid hortera toda la clase que era posible darle». Sin embargo, Bill Carter lanzaba una advertencia en The Baltimore Sun: «Si esto continúa mucho tiempo, la imagen de Oprah como periodista de informativos no se verá favorecida».

Oprah continuaba presentando las noticias del mediodía, pero ya no ambicionaba convertirse en «la Barbara Walter negra». El día antes de su debut en el programa de entrevistas estaba tan nerviosa que se comió tres barritas de Payday y cinco galletas con trozos de chocolate del tamaño de crepes. Pero después de entrevistar a dos actores de All My Children, su culebrón favorito, declaró que le parecía que había encontrado su lugar en televisión. Le encantaba el formato de los programas de entrevistas —«Solía ver Donahue para averiguar cómo hacerlo»— y se moría de ganas de que llegara el siguiente programa para entrevistar a unos hombres que se habían sometido a la cirugía estética para parecerse a Elvis Presley. Obsesionada con el concepto de la fama como reflejo de la grandeza y dado que adoraba a Diana Ross desde los diez años, Oprah veía People Are Talking como la puerta para llegar a los famosos, aunque fueran unos Elvis lunáticos, de quiero y no puedo.

«Entraba en la sala de maquillaje como si fuera una niña pequeña, se sentaba en un taburete mientras me maquillaban y preguntaba cosas sobre la gente en la que estaba interesada —contó Dick Maurice, el editor de espectáculos de Las Vegas Sun e invitado frecuente—. Estaba ansiosa de información sobre las estrellas.»

Después del estreno del programa, Oprah fue la única que salió del plató loca de alegría. «Estamos vivos —exclamó, cogiendo una copa de champán y abrazando a Richard Sher, que vacilaba, lleno de malos presentimientos. Los productores también estaban un tanto inseguros, pero Oprah tenía el ánimo por las nubes—. En cuanto salí en antena, supe que esto era lo que tenía que hacer. […] Ya lo tengo. Nací para hacer esto. […] Era como respirar. Era lo más natural del mundo para mí.»

Una semana después, The Baltimore Sun expresaba la misma opinión: «Oprah está demostrando rápidamente que fue una elección excelente que fuera ella la presentadora de un programa de entrevistas matinal —escribió Bill Carter—. Sencillamente se le da muy bien ese formato. Se muestra contenida, pero es brillante y atractiva y, para acompañarte mientras tomas el café de la mañana, esa combinación da muy buenos resultados».

«Tardamos dos o tres años en cuajar —afirmó Richard Sher, el elemento dominante de la pareja, en la que Oprah era la segunda de a bordo—. Mi peinado afro era tan enorme como el suyo». Rápido e ingenioso, habían seleccionado a Sher porque se parecía a Donahue y podía atraer al público femenino de Donahue, algo que Sher nunca discutió, ni siquiera cuando tuvo la oportunidad. «Él era el talento —dijo Oprah, bromeando—. Preguntádselo y ya veréis.» En tanto que mujer, negra y sureña, que evitaba los enfrentamientos y se describía como «alguien que quiere gustar», se adaptaba a su arrogante copresentador y evitaba chocar con su ego. Había aprendido de su doloroso descalabro frente a Jerry Turner y estaba decidida a que esta vez funcionara.

«Estábamos muy unidos —recordaba Sher—. Nunca volveré a trabajar con alguien como ella. Sabíamos lo que pensaba el otro […] En una ocasión la llevé al hospital porque tenía dolores en el pecho y me anotó como familiar más cercano. Tenía su propio cajón con pretzels y patatas fritas en nuestra casa. Subía las escaleras, oíamos que se abría la puerta, luego el cajón y sabíamos que había llegado Oprah. Era muy amiga de mi esposa, Annabelle, y de los niños. Decía que yo era su mejor amigo.»

«Richard me enseñó a ser judía —declaró Oprah—. También me enseñó a soltar tacos.»

«Oprah y Richard tenían una relación muy estrecha —afirmó Barbara Hamm, productora adjunta de People Are Talking —. Eran como hermanos, aunque discrepaban creativamente sobre qué invitados debían estar en el programa y sobre las preguntas que había que hacerles.» Ella prefería estrellas de cine, de rock y de los culebrones; él quería cargos del gobierno y magnates del mundo de los negocios. Ella hacía preguntas que a él le ponían los pelos de punta.

«A Oprah le gustaba divertirse —dijo Hamm—, hacer que el público entrara en el programa. Richard no estaba tan seguro; no quería perder el control. Durante un programa, Oprah hizo que el público bailara, de verdad, por los pasillos. Fue demencial y funcionó.»

A diferencia de su copresentador, a Oprah no le preocupaba demasiado su imagen profesional. Tampoco tenía miedo de hacer preguntas ingenuas y parecer tonta, incluso poco digna, de vez en cuando. Hizo ejercicio con Richard Simmons, un gurú obsesionado por la forma física, bailó con danzarines étnicos y entrevistó a una prostituta que había matado a un cliente. Además, adornó pasteles, roció pavos con su jugo y trató de atrapar manzanas con los dientes. Cuando Richard Sher se metió en una dura y espesa discusión sobre el periodismo televisivo con Frank Reynolds, el presentador en cadena de ABC-TV, Oprah permaneció sentada en el sofá, escuchando.

«Su copresentador estaba haciendo todas esas preguntas, serias y aburridas —recordaba Kelly Craig, estudiante universitaria de diecinueve años, que más tarde sería reportera de WTVJ en Miami—. Cuando le llegó el turno a Oprah, preguntó: “Digame, ¿qué toma Frank Reynolds para cenar?”» A la joven le impresionó la estrafalaria pregunta de Oprah porque tuvo la impresión de que esto era lo que el público quería saber realmente. Craig decidió que si alguna vez tenía la oportunidad de entrevistar a famosos, sus preguntas serían como las de Oprah.

«Fue preciso enseñar a Oprah a hacer esas preguntas —recordaba Jane McClary—, y hay que reconocerle el mérito a Sherry Burns por preparar a Oprah para ser Oprah. […] Recuerdo a Sherry chillando, vociferando y soltándole palabrotas a Oprah, día tras día. “Oprah, pero ¿en qué diablos estabas pensando? ¿Qué tenías en la cabeza? ¿Por qué no le hiciste la pregunta obvia? Siempre tienes que preguntar lo primero que se te ocurra. Sólo dilo. Dilo. Dilo. Sigue tu instinto. No tengas miedo. Sólo hazlo”.»

Una mañana, People Are Talking tenía unas siamesas como invitadas; eran unas mujeres de treinta y dos años, unidas por la coronilla. Hablaban de pasar por la vida compartiéndolo todo. Oprah estaba intrigada: «Cuando una de las dos tiene que ir al baño por la noche, ¿la otra tiene que ir con ella?», preguntó. Sher estuvo a punto de perder la compostura.

Oprah se veía como la vecina cotilla del público y así lo explicó: «Aireaba los trapos sucios y me metía en las vidas de los demás, que es lo que mejor hago. Mi práctica de interpretación me venía de perlas, ya que al actuar pierdes la personalidad en beneficio del personaje que estás interpretando, pero la usas para darle energía a ese personaje. Pasa lo mismo en un programa de entrevistas. Yo… la utilizaba para concentrarme en sacar el máximo partido de mis invitados».

Eso fue, sin ninguna duda, lo que hizo con el magnate del sector avícola Frank Perdue: «Era un invitado difícil, casi hosco —recordaba Barbara Hamm—. Hacia el final del programa, Oprah le preguntó si le molestaba que la gente dijera que tenía pinta de pollo. Él se ofendió y le preguntó si a ella le molestaba que la gente dijera que parecía un babuino. Oprah no podía creer […] que se atreviera a hacer un comentario tan racista. Su comentario del pollo quizá fuera un poco grosero, pero replicar con aquello… Cortamos y pasamos a los anuncios. Oprah se lo tomó con elegancia y lo dejó correr. Fue un momento increíble».

Años más tarde, cuando estaba excesivamente preocupada por su imagen pública y no quería que la vieran como víctima del racismo, Oprah negó que aquel intercambio de palabras hubiera tenido lugar. «Frank Perdue no me llamó babuino», le dijo a la revista Vibe, en 1977, afirmando que la anécdota era una leyenda urbana. La gente de WJZ que vio el programa, por ejemplo Barbara Hamm y Marty Bass, no podían explicarse que lo negara. Bob Leffler, ejecutivo de relaciones públicas de Baltimore, afirmó: «Ahora no me acuerdo de si Frank Perdue la llamó gorila, mono o babuino. Pero era algún tipo de primate. […] Vi el programa y no lo he olvidado nunca». El incidente no apareció en los periódicos de Baltimore y existen pocas cintas de People Are Talking. «Entonces usábamos cintas de 5 cm —explicó Bill Baker—. Eran muy caras, así que las reutilizábamos y grabábamos encima».

Mike Olesker, comentarista de WJZ, mencionó lo sucedido con Frank Perdue en su libro sobre las noticias de televisión. Pero lo que dejó una huella más indeleble fue el programa en el que Oprah y Richard entrevistaron a la famosa modelo Beverly Johnson.

—A mí me gustan los hombre guapos y sexys —afirmó la modelo.

—¿Cómo sería tu primera cita ideal? —preguntó Oprah.

—Que me lleven a un restaurante bonito, que me inviten a cenar, con vino incluido. Y luego que el hombre me lleve a casa…

—¿Y?

—Que me ponga un enema —dijo.

Richard Sher interrumpió la entrevista de inmediato para pasar a los anuncios. «Oprah y él estuvieron, años y años, partiéndose de risa por aquel comentario —dijo Olesker—. Pero en aquel momento fue otro toque de atención para Sher. ¿Podía hablar con modelos por la mañana, arriesgándose a recibir unas confesiones diarreicas, y conservar la credibilidad por la noche [retransmitiendo las noticias]?»

Incluso cuando ya estaba jubilado, Sher no se arrepentía de los programas, estilo revista, que Oprah y él hicieron en People Are Talking: « Cuando el sexo se puso de moda, hicimos programas con el hombre del micropene. Hicimos otro sobre el orgasmo de treinta minutos. Hicimos un montón de temas duros como el de la madre transexual que tenía la enfermedad de los huesos de cristal».

Uno de los programas más explosivos fue muy significativo para Oprah y cambió su manera de pensar. La invitada era un transexual tetrapléjico y el esperma de su novio había sido inseminado en su hermana. El transexual tetraplégico se convirtió por lo tanto en la tía o el tío biológico y además adoptó al niño. Cuando se emitió, el programa fue objeto de criticas, pero después Oprah vio al niño con la tetrapléjica transexual.

«Fue muy conmovedor —confesó—. Pensé: “Este niño crecerá con más amor que la mayoría”. Antes, yo era de esas que pensaban que todos los homosexuales o cualquier cosa parecida iban a arder en el infierno, porque lo decían las Escrituras».

Por aquel entonces, las sólidas creencias baptistas de Oprah estaban siendo puestas a prueba, entre otras cosas por la relación íntima que mantenía con Tim Watts, un hombre casado, con un hijo y sin ninguna intención de dejar a su mujer, Donna.

«Tim fue su primer amor de verdad», dijo la hermana de Oprah, Patricia Lee Lloyd.

«¡Oh, Dios mío!», exclamó Barbara Hamm, al recordar lo mucho que se deprimió Oprah cuando Tim Watts rompió con ella, tanto que se pasó tres días sin levantarse de la cama.


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