Primer hogar de Oprah Winfrey 12 страница

El director general, Dennis Swanson, ya estaba decidido a contratar a Oprah, pero sólo para asegurarse le hizo una prueba, organizando una entrevista con un grupo de hombres que padecían impotencia; luego le dijo que recordara ante las cámaras su infancia desventajosa y su época de adolescente fugitiva. «Su hábil fusión de salacidad y edificación moral era irresistible», escribió Peter Conrad, en The Observer. Le ofrecieron el puesto allí mismo y lo aceptó al vuelo. «¡El tercer mercado del país! ¡Mi propio programa!»

Dennis Swanson estaba también loco de alegría. «Era como un niño en una tienda de golosinas —recordaba Wayne S. Kabak, entonces vicepresidente de la agencia de talentos ICM—. Yo había ido a Chicago para ver a Candace Hasey, una cliente a la que representaba, que presentaba el programa matinal de WLS. Pasé a ver a Swanson, su jefe, que me dijo que tenía malas noticias. Iba a despedir a Candy porque había encontrado una sustituta con un extraordinario talento, alguien que creía que llegaría a ser una grandísima estrella. Pese a que yo estaba allí, en su despacho, un poco decaído por la suerte de Candy, Dennis estaba tan entusiasmado con su descubrimiento que insistió en enseñarme la cinta de la mujer que iba a reemplazar a mi cliente. Puso en marcha la cinta, donde se veía a Oprah en Baltimore, y al instante supe que tenía razón. Si un ejecutivo debía haber cosechado los enormes beneficios de Oprah, cuando finalmente alcanzó la difusión nacional, ése era Dennis, pero por desgracia no fue así, ya que las leyes de aquel entonces no permitían que las empresas propietarias de cadenas sindicaran los programas. Dado que ABC era la propietaria de WLS, los derechos de sindicación pasaron a King World, que ganó cientos de millones, si no más, con Oprah.»

Después de hacer la prueba, Oprah volvió a Baltimore y fue a ver a Ron Shapiro para negociar su nuevo contrato. WJZ trató de retenerla, y le ofreció el aliciente de un salario mayor (WLS le ofrecía 200.000 dólares al año), más un coche de la empresa y un nuevo apartamento. «Nadie quería que se fuera —afirmó Eileen Solomon—, y algunos trataron de presionarla diciendo que nunca lo conseguiría ella sola en Chicago.»

Bill Baker, entonces presidente del Grupo W, la llamó: «Oprah, no puedes marcharte de WJZ —le dijo—. Baltimore es tu hogar. Eres la dueña y señora de la ciudad. Tienes que quedarte». Pero Oprah había tomado ya la decisión. Baker declaró que se había ocupado de que despidieran a Paul Yates, el director general, por dejarla escapar.

Bill Carter creía que Oprah triunfaría en Chicago, pero reconoció que no todos pensaban igual: «Había un sentimiento subyacente de que aquella mujer no era tan especial —explicó—. Supongo que es porque estamos acostumbrados a poner en marcha el televisor y no ver más que mujeres atractivas, sexy o lo que sea. No veían, realmente, esa sustancia en ella. Me parece que hay un componente de racismo. Oprah es una mujer negra con un aspecto muy de negra… Había expectativas de que fracasara en Chicago».

Al ver que la perdía, Paul Yates no quiso liberarla hasta que expirara su contrato a final de año. Luego aplicó juego duro: «Ni se te ocurra pensar que triunfarás en Chicago contra Donahue —dijo—. Chicago es su casa y tú te estás metiendo en un campo de minas y ni siquiera lo ves. Te estás suicidando profesionalmente. Vas a fracasar». Yates, afroamericano, afirmó que Chicago era una ciudad racista que no había recibido demasiado bien a su primer alcalde negro, Harold Washington, y que, podía estar segura, tampoco la recibiría bien a ella. Pero Oprah ya había incluido el factor raza en su decisión.

«Elegí con mucho cuidado adónde ir —declaró—. ¿Los Ángeles? Soy negra y mujer, y no trabajan en L.A. Sus minorías son los orientales y los hispanos. ¿Nueva York? No me gusta Nueva York. ¿Washington? Hay trece mujeres por cada hombre en el distrito de Columbia. Ya tengo suficientes problemas». Chicago, el tercer mercado de televisión del país en tamaño, parecía ideal. «Es una pequeña gran ciudad, una especie de país cosmopolita. La energía es diferente de la de Baltimore. Es más como Nueva York, pero no te sientes abrumada como en Nueva York.»

Una vez decidida a trasladarse, Oprah tenía que esperar cuatro meses para acabar su contrato en Baltimore, antes de empezar en su nuevo empleo. «Pensaba que el programa [de Chicago] quizá no sobreviviera sin presentador durante tanto tiempo. Empecé a comer. Primero comía para celebrar que había conseguido el puesto, luego por inseguridad. Si fracasaba en Chicago, podría decir que era porque estaba gorda.» Para cuando llegó a Chicago, había aumentado 18 kilos.

«Me contrataron para ocupar el sitio de Oprah como copresentadora de People Are Talking —dijo Beverly Burke, periodista de informativos de televisión, de Carolina del Norte—, y fue una adaptación enorme para mí. Pero Oprah se portó genial. Me llevó a almorzar en la deli de Cross Keys y me explicó cómo funcionaba el programa. Me habló francamente de Richard Sher, declaró que era Míster Televisión —siempre en marcha— y que dominaba totalmente el programa, pero que era muy bueno en lo que hacía y muy profesional… De no ser por Oprah, no habría conseguido el trabajo. De no ser por su éxito, habrían buscado una copresentadora blanca.

»Con todo, sustituir a Oprah fue un tremendo esfuerzo de adaptación. Pero no pensaba que yo tuviera que ser Oprah… Ella nunca había sido una reportera “en las trincheras”, lo cual era más mi estilo. Oprah era ostentación. La criticaron porque se presentó a hacer un reportaje con un abrigo de pieles.»

Pocas semanas antes de que se fuera, Richard Sher tomaba el pelo a Oprah durante las emisiones. «Nos está dejando atrás y nos olvidará en un abrir y cerrar de ojos… No olvides dónde empezaste». Beverly Burke percibía una crítica en sus bromas. «Lo estaba dejando atrás a él y todos lo sabían». Pero a diferencia de otras personas de la emisora, Richard Sher alentaba a Oprah. Años más tarde, el mismo Sher diría: «Pensaba que [el traslado] sería bueno para ella. Sabía que llegaría a ser la gran estrella en que se ha convertido». Como regalo de despedida, Oprah le dio un reloj Rolex, de oro, con una inscripción en el dorso: “Ope, 1978-1983”».

La decisión de dejar Baltimore fue la más importante que tomó Oprah en su vida; nunca olvidó quién la había animado y quién había tratado de frenar su avance. Siguió estrechamente unida a Richard Sher, habló en su sinagoga e incluso asistió a la fiesta de su sexagésimo cumpleaños. En público decía que siempre estaría agradecida a Bill Baker por haberle dado su primera oportunidad, pero, inexplicablemente, nunca volvió a hablar con él, pese a su glorioso ascenso hasta convertirse en presidente de WNET, la televisión pública de Nueva York. Cuando Baker se jubiló, en 2007, lo celebraron con una revista de homenajes de las cadenas y de estimados colegas de televisión: Bill Moyers, Charlie Rose, Joan Ganz Cooney, Newton Minow y Bob Wright. Pero no había ningún reconocimiento de Oprah Winfrey. Tampoco volvió a hablar con Paul Yates, pero cuando Skip Ball, ingeniero de WJZ, se estaba muriendo, voló a Baltimore para estar junto a él en el hospital.

En diciembre de 1983, la emisora organizó una fiesta de despedida para Oprah en el Café des Artistes, en Baltimore, al que asistió su madre, Vernita Lee, con el hermano de Oprah, Jeffrey. Acudieron todas las estrellas de WJZ: Jerry Turner, Al Sanders, Bob Turk, Don Scott, Marty Bass y Richard Sher. Paul Yates le regaló un Cuisinart, un álbum de fotos de sus días en la emisora, un cesto lleno de sus bolígrafos favoritos y un televisor Sony Triniton de 25 pulgadas, pero el regalo que le llenó los ojos de lágrimas fue una muñeca Oprah, de tamaño natural, vestida con una copia de su vestido favorito, hecha por Jorge González, el maquillador y diseñador gráfico de la emisora.

En su discurso de despedida, Oprah les dio las gracias a todos y elogió Baltimore diciendo que era el lugar donde había madurado y se había convertido en mujer. Luego llamó al escenario a quien la sustituía, Beverly Burke, la presentó con gran calidez y amenazó con el dedo a todos los presentes, diciéndoles que se portaran bien con ella.

Unos días después metió en las maletas sus cinco abrigos de Mano Swartz Furs y se dirigió a Chicago, mientras Tim Watts dejaba la ciudad discretamente para ir a Los Ángeles y tratar de convertirse en cómico de micrófono. En los cinco meses siguientes planeaban verse los fines de semana; Oprah iría y vendría en avión a la Costa Oeste. Así que dejar Baltimore no fue tan desgarrador como ella había pensado. De hecho, el futuro parecía brillante. Arleen Weiner la llevó en coche al aeropuerto y le dio un beso de despedida, gritando por toda la terminal: «Ojalá lo consigas, cariño… Ojalá lo consigas».

   7

Libre de trabas e inhibiciones, Oprah se comió a la competencia en los programas de entrevistas. Los telespectadores de Chicago nunca antes habían visto una presentadora negra, con exceso de peso y se quedaron sin aliento ante el tornado que irrumpía en su casa cada mañana, sacudiendo las vigas y zarandeando los muebles. Acostumbrados como estaban al estilo cerebral de Phil Donahue, las atrevidas bromas de Oprah Winfrey fueron una sacudida, en especial cuando entraba a la carga en la zona prohibida del sexo sensacionalista. «Alcanza unos índices de audiencia más altos con programas polémicos sobre la impotencia masculina, las mujeres que actúan como madres de sus hombres y los hombres que se dan media vuelta después de hacerlo —observaban en la columna INC, de Chicago Tribune—, mientras Donahue intenta luchar contra ella con portavoces de derechas y delitos informáticos.»

«No suelo prepararme —dijo Oprah—. He aprendido que para mí y mi estilo de entrevista, cuanta menos preparación hago, mejor, porque lo que todo el mundo llama “el éxito de Oprah” es que soy espontánea, y ya está.» Richard Roeper, del Chicago Sun-Times, discrepaba, diciendo que su éxito era debido «en gran medida, a una programación hortera, egocéntrica y con frecuencia de mala calidad».

Con su descaro, Oprah dejaba a su público (y, con el tiempo, también al de Donahue) boqueabierto y pidiendo más. «La diferencia entre Donahue y yo soy yo —afirmó Oprah—. Él tiene un planteamiento más intelectual; yo apelo al corazón y conecto personalmente con mi público. Me parece pretencioso pensar que puedes profundizar mucho en un tema en sólo una hora.» Nunca afligida por dudas autoinfligidas, Oprah parecía sumamente segura de sí misma, en especial después de que Donahue se trasladara de Chicago a Nueva York. Las únicas señales de su combustión interna eran que se mordía las uñas y comía sin parar. Por lo demás, no parecía intimidada por el rey de los programas de entrevistas. «Lo estamos zurrando en los índices, ya sabes, y de repente, se ha ido (ha abandonado la ciudad). Fue maravilloooso.»

En público, Oprah dedicaba a Donahue un mínimo de respeto («Él escucha»), pero, en privado, se quejaba de que durante los seis meses en los que ambos estuvieron en Chicago, Donahue nunca se puso en contacto con ella: «No nos llamó, en ningún momento, aunque sólo fuera para decir “Hola Ope, bienvenida a la ciudad”». Ella nunca olvidó el desaire.

Todos los demás llamaron, incluyendo a Eppie Lederer, alias Ann Landers, la residente más famosa de la ciudad. Oprah le envió un bolso enjoyado de Judith Leiber para darle las gracias e invitó a la columnista consejera a ser una invitada frecuente en su programa. Pero la llamada de bienvenida que recibió Oprah y que resultó ser oro puro fue la de Dori Wilson, una ex modelo que tenía su propia empresa de relaciones públicas: «Como mujer negra que soy, quería tender la mano a Oprah y ayudarla a sentirse bien en nuestra ciudad. Así que la invité a almorzar. […] Era la persona más ambiciosa que he conocido nunca. Quería ir directamente a la cima. Eché mano de mi Rodolex y la ayudé con propaganda aquí y allí, haciendo llegar historias a varias publicaciones […] Fuimos buenas amigas durante varios años. Luego, bueno, podríamos decir que me dejó de lado».

Durante su primer almuerzo, en 1984, Oprah pidió a Dori que le recomendara un abogado o agente, y Dori llamó a su amigo Jeffrey D. Jacobs. (La D significa «digno de confianza», le decía Jacobs a los clientes). «Por entonces, Jeff estaba con Foos, Meyers and Jacobs y representaba a muchas estrellas de Chicago, entre ellas Harry Caray (presentador de los Chicago Cubs) y el boxeador James Quick Tillis.»

En Jacobs, Oprah encontró a un Moisés que la llevaría a la tierra prometida. Fue como Sears al conocer a Roebuck. Durante los dieciocho años siguientes, Winfrey y Jacobs construyeron la House of Oprah, pero luego, del mismo modo que Sears abandonó a Roebuck, Winfrey se deshizo de Jacobs. Su amistad se agrietó debido a celos profesionales, y Oprah decidió reinar en su propio reino, con un único soberano, no dos. Ya no quería un socio, y menos aún un peso pesado como Jacobs, a quien describió en una ocasión como «una piraña, que es lo que yo necesito». En 2002 Oprah ya estaba preparada para ser una piraña ella misma. Después de su agria ruptura, el abogado se marchó de Harpo habiendo ganado alrededor de 100 millones de dólares, mientras que el valor neto de Oprah era de 988 millones: «Una de las razones de que ella tenga un éxito económico tan grande —dijo Jacobs antes de la ruptura— es que comprendemos que no es sólo cuánto ganas, sino cuánto guardas».

La revista Fortune describió a Jacobs diciendo que era «el poder poco conocido que hay detrás del trono de la reina de los medios»; otros lo llamaron «el cerebro de Oprah». Como consejero de Oprah durante casi dos décadas, Jacobs se encargó de todos los aspectos del negocio, convirtiéndose en su abogado, agente, administrador, asesor financiero, promotor, protector y confidente. Para que todo quedara aún más en familia, la esposa de Jacob, Jennifer Aubrey, era quien vestía a Oprah, hasta que TV Guide le dio el premio a La Peor Vestida. Entonces Oprah se deshizo de Aubrey.

 A los pocos meses del encuentro entre Oprah y Jacobs, en 1984, Oprah se convirtió para Jeff Jacobs en un trabajo a jornada completa, y, en 1986 había dejado su bufete para ser su consejero interno. Negociaba sus contratos, supervisaba al personal y vigilaba la producción de su programa. También se ocupaba de sus oportunidades de promoción, de sus compromisos para pronunciar discursos y de sus aportaciones a obras benéficas. Previó el futuro mercado de las marcas y la empujó a fundar Harpo, Inc. (Oprah escrito al revés); ella se lo agradeció tanto que le dio un 10 por ciento de la compañía y lo nombró presidente. Después de negarse a contratar a un agente, un administrador o un abogado dijo: «No entiendo que alguien quiera pagar un 40 por ciento de sus ingresos en comisiones y honorarios anticipados» y opinó que Jeff Jacobs le ofrecía un valor total: «Si llegara a pasarle algo, no sé que haría —dijo—. No lo sé».

La prima de Oprah, Jo Baldwin, recordaba a Jacobs como una máquina de negociar: «Era brillante haciendo tratos para ella; eso es lo que le disparaba la adrenalina. Una vez, hizo que Oprah pasara de ganar 11 millones de dólares en una semana a conseguir 33 millones; en una semana. […] Sin embargo, ella vino a decirme que iba a despedir a Jeff. “Stedman me ha dicho que lo eche porque ha puesto su nombre en la puerta sin pedirme permiso.” Le dije a Oprah que, en el avión, había estado sentada al lado de Jeff, y oído las visiones que tenía para ella y el imperio que quería construir en su nombre. Le dije que si tenía cerebro, iría a ver a Jeff y le diría que el nombre de la puerta era demasiado pequeño. Que yo pondría unas letras más grandes. Todo lo que tenía era gracias Jeff y echarlo como de hecho hizo… Bueno, eso demostraba lo que ella era».

En Chicago, Oprah se convirtió, de inmediato, en algo sensacional, y por donde pasaba dejaba una estela de admiradores sin aliento. Los taxistas tocaban la bocina, los conductores de autobús la saludaban con la mano y los peatones la abrazaban: «Estos son los días de gloria, te lo digo yo —le confesó a la escritora Lyn Tornabene—. Camino por la calle y todos dicen: “Opry, ¿cómo te va?” o “Eh, Okra, ¿qué tal?”. —Su éxito la sorprendía a ella misma—. Siempre me ha ido bien —decía—, pero no esperaba que sucediera tan deprisa. Incluso me fue bien en Nashville. Me llamaban y decían: “Lo haces bien para ser una chica negra”. Los que lo decían lo hacían con buena intención».

Oprah disfrutaba jugando con el tema de la raza. «“Oye, Mabel, ¿esa chica es de color?”. “Pues, mira, yo diría que sí”, decía, imitando a una telespectadora imaginaria que sintonizara su programa por primera vez. Cuando pronuncio un discurso las viejecitas dicen: “¿Qué ha dicho?”. “Ha dicho que antes era de color”». Dependiendo de la publicación con la que hablara, insistía o quitaba importancia a su lucha como mujer negra en la radiotelevisión. A las revistas afroamericanas les decía que era duro ver como los presentadores de noticias blancos ascendían antes que ella, aunque nadie lo había hecho nunca. «Había otro obstáculo —decía Oprah, expresando su inseguridad más profunda—. Yo tenía un aspecto demasiado negro. Muchos productores y directores buscaban una piel clara, narices diminutas y labios pequeños. Me dolía y también me enfurecía.» Pero a los periodistas blancos les aseguraba que nunca había sufrido discriminación. «Incluso mientras crecía en una granja en Misisipí creía que haría grandes cosas. Todos hablaban de racismo, pero yo siempre creí que era tan buena como cualquiera. Nunca se me ocurrió que era menos que los niños blancos.» A Cosmopolitan Oprah declaró: «La verdad es que nunca he sentido que me impidieran hacer algo por ser negra o mujer».

Oprah se identificaba primero como mujer y después como mujer negra, pero ciertamente no como portavoz de los negros: «Siempre que oigo las palabras ‘organización comunal’ o ‘equipo de trabajo’ sé que estoy metida en un lío. La gente cree que tienes que liderar un movimiento pro derechos civiles cada día de tu vida, que tienes que ser portavoz y representante de tu raza. Entiendo de qué hablan, pero no tengo por qué hacerlo, no tengo que hacer lo que otros quieren que haga. Negra es sólo algo que soy. Soy negra. Soy mujer. Calzo zapatos del número 43. Para mí, todo es lo mismo».

Sin embargo, comprendía la ventaja comercial de ser una mujer de color. «No hay muchas mujeres negras en los medios de Chicago —dijo—. Cuando salí al aire aquí, fue como si pudieras oír que se ponían en marcha los televisores de toda la ciudad». Entretenía a los telespectadores contándoles que era «un pedazo de carne de color, con pelo pasa», y les daba la suficiente marcha como para que se sintieran en la onda. Lo más importante era, sin embargo, que llevaba una presencia negra agradable a los hogares blancos de las afueras, en los que faltaba diversidad. Debra DiMaio dijo que el director de la emisora estaba encantado por haber encontrado a alguien que no era «una especie de Angela Davis que pondría piquetes a la puerta, con una pistola metida en el pelo».

Oprah fue la primera mujer negra que presentó, con éxito, su propio programa diurno de entrevistas, aunque Della Reese había presentado un programa diurno de variedades los años 1969 y 1970. Oprah llegó en un momento en que los afroamericanos triunfaban, por fin, en la televisión: Bryant Gumber reinaba en el programa matinal número uno, en cadena, The Today Show, y Bill Cosby dominaba la hora de máxima audiencia con La hora de Bill Cosby, el programa de televisión más visto del país. En tanto que mujer negra, Oprah se benefició de la discriminación positiva, pero también aportó un inmenso talento a su lugar en la mesa.

Demasiado sagaz como para dejar el éxito en manos de la suerte, se convirtió en gran mariscal de su propio desfile. Cortejaba a los medios de Chicago, cultivaba la amistad de los columnistas y cotorreaba con los periodistas, a quienes concedía todas las entrevistas que le pedían. Incluso le dio pleno acceso a un camarero que quería escribir sobre ella. «Nunca había hecho una entrevista individual antes de conocer a Oprah —dijo Robert Waldron, el camarero convertido en escritor—. Primero la llamé para hacer un artículo para la revista Us, y me dieron cuatro días de entrevistas, pero luego Jann Wenner, el dueño, eliminó el artículo. Alice McGee, que por entonces se ocupaba del correo de los fans de Oprah, quería que lo colocara en algún otro sitio, así que me ayudó a que saliera en la primera plana de The Star. A Oprah le encantó. Luego volví y le propuse escribir su biografía. Casi me desmayo cuando dijo que sí.» El libro, titulado Oprah!, se publicó en 1987.

«Ah, eran buenos tiempos —dijo Robert Feder, ex crítico de televisión de Chicago Sun-Times—. Oprah era el sueño de cualquier reportero […] abierta, accesible, genial y cooperadora en extremo […] Siempre podía hablar con ella por teléfono […] Me llamaba y me dejaba mensajes de voz […] Almorzábamos una vez a la semana en su despacho, donde caminaba arriba y abajo descalza o apoyaba sus botas vaqueras encima de su caótica mesa.» Al principio de cada temporada de televisión, Oprah se reunía con Feder para una sesión de preguntas y respuestas sobre sus planes y proyectos. Durante años, él tuvo en la pared de su despacho una foto enmarcada de los dos, que ella había firmado: «¡Vaya equipo!, ¿eh? Oprah». Feder, su mayor animador durante una década, quitó la foto en 1994, el año que muchos periodistas llaman “El amanecer de la Diva”».

Cuando llegó a la ciudad, Oprah saturó los medios con tantas cosas sobre ella misma, sus muslos, sus comilonas y sus noches sin un hombre que, para finales de 1985, Clarence Petersen, del Chicago Tribune, declaró que era «la famosa más excesivamente celebrada de la ciudad». Incluso Feder escribió: «Enfriemos las historias sobre Oprah Winfrey… hasta que gane el Óscar». Pero los reporteros no se cansaban nunca de Oprah, que estaba tan encantada consigo misma como ellos. Durante una entrevista con The Philadelphia Inquirer Magazine borboteaba como un géiser:

 

Soy muy fuerte […] muy fuerte. Sé que no hay nada que usted o cualquiera me pueda decir que yo no sepa ya. Tengo este espíritu interno que me guía y me dirige. […] Le diré lo que las entrevistas han hecho por mí. Es la terapia que nunca he tenido […] Siempre estoy creciendo. Ahora he aprendido a reconocer y aceptar el hecho de que soy una persona bondadosa. Me gusto, de verdad que me gusto. Si yo no fuera yo, me gustaría conocerme. Y saber esto es lo más importante.

 

El periodista acabó su semejanza diciendo: «Gracias, Oprah. Ahora, por favor, cállate».

Pero Oprah no se calló, no podía, no quería. Instintivamente, sabía que hablando, hablando y hablando impedía que la gente investigara, investigara e investigara. Cuanto más parecía revelar sobre sí misma, más podía ocultar, sin dejar de parecer abierta y comunicativa. Sus historias —las que ella elegía contar— tenían un encanto irresistible, parecían recién salidas del campo, lo cual siempre dejaba a su público alentando su éxito.

«Mi mayor don es mi habilidad para hablar —le dijo al periodista Bill Zehme—, y para ser yo misma en todo momento, sin importar lo que pase. Estoy tan cómoda delante de la cámara con un millón de personas viéndome como lo estoy aquí, hablando con usted. Tengo la habilidad de mostrarme siempre tal como soy.»

La mayoría de los medios aplaudían su autopromoción. Lo que quizás hubieran etiquetado de arrogante en otros, lo aceptaban como auténtico en Oprah. Le permitían estar en la misma categoría que el gran jugador de béisbol Dizzy Dean, que decía: «Si lo has hecho, no es fanfarronear». Iluminar su propia estrella le dio tan buenos resultados que cuando, en 1986, pasó a ser nacional, exigió controlar sus propias relaciones públicas para poder continuar dando forma a esa imagen.

En tanto que presentadora local de The Oprah Winfrey Show, recibió su primera publicidad nacional en Newsweek, cuando destronó a Phil Donahue en los índices de audiencia. Se emocionó al conseguir toda una página en una revista de noticias nacional, pero le dolió que la describieran como «casi noventa kilos de mujer negra, criada en Misisipí, descarada, poco sofisticada, espabilada y enternecedora».

«No me gustó —le confesó Oprah al escritor Robert Waldron—. No me gusta el término “espabilada”. Creo que es una expresión que produce rechazo en muchos negros. En lugar de decir inteligente, es más fácil decir que somos espabilados y eso explica muchas cosas. “Bueno, mira, lo consiguió porque es muy espabilada”. Pues yo soy la menos espabilada que hay. Nunca he vivido en la calle. No sé nada de eso. Nunca fui una chica de chanchullos. Quiero decir, tuve mis días de delincuencia pero nunca anduve en chanchullos ni por las calles. No habría durado ni diez minutos en la calle.»

Pese a su reacción a la defensiva, reconoció que el artículo de Newsweeek «me abrió muchas puertas», entre ellas la definitiva en la beatificación de los famosos: una invitación para aparecer en The Tonight Show.

«Dijeron que si aparecía con Joan Rivers (presentadora sustituta) podía volver y aparecer luego con Johnny Carson. Les dije: “No hay problema”.»

El alcaide de la prisión del condado de Cook estaba tan entusiasmado con Oprah que permitió que esa noche los reclusos se quedaran levantados después del toque de queda para verla.

Jeff Jacobs, que acompañó a Oprah y a su equipo a Los Ángeles, le dijo que grabara un par de programas para promocionar Hollywood Wives, la miniserie de ABC. Esto la congraciaría con la cadena propietaria y administradora de WLS, llevaría un poco de glamour a su público local y promocionaría su aparición en el primer programa nocturno de televisión. Así que con las cámaras siguiéndola, almorzó en Ma Maison y recorrió las tiendas de Rodeo Drive con Angie Dickinson, Mary Crosby y Jackie Collins, autora y hermana de la estrella de cine Joan Collins.


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