Oprah como actriz, intérprete, entrevistadora, narradora y presentadora de TV y cine 1 страница

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En el verano de 1988, Oprah oyó una voz que la condujo al mayor cambio de su vida y le proporcionó los índices de audiencia más altos de su carrera. Fue la voz de Stedman Graham, de quien Oprah dijo que le había sido enviado por Dios después de pedírselo de rodillas.

Una noche, durante la cena, Oprah le preguntó si alguna vez le molestaba su volumen, el de ella. Él hizo una pausa […] un poco demasiado larga. Luego contestó: «Bueno, me ha costado acostumbrarme. Oprah lo miró, sin poder creérselo.

«Al principio, me dije: “Pues, genial. Resulta que soy la experiencia de crecimiento personal de alguien”. Pero luego empecé a darme cuenta de que, Dios mío, había sentido esto todo el tiempo [dos años] y ha tardado todo ese tiempo en llegar a decírmelo».

El 7 de julio de 1988, poco después de esta conversación, Oprah empezó una dieta sin proteínas; ingería una bebida medicinal hecha con unos polvos y agua cinco veces al día, más dos litros de líquidos no calóricos y tomaba vitaminas, pero no comía absolutamente ningún alimento sólido. Cuando llevaba seis semanas con esa extenuante dieta, Stedman y ella fueron de vacaciones a Hawái y Oprah empezó a comer. «Me sentí fatal, porque hasta aquel momento me había controlado muy bien. Así que Stedman dijo: “¿Por qué no decides que durante las vacaciones vas a comer, y así no te volverás loca? Cuando vuelvas a casa, puedes empezar la dieta de nuevo”.

»“¿Y si me tomara sólo una hamburguesa con queso y me olvidara?”

»“¿Estás loca?”

Oprah se obsesionó con esa única hamburguesa con queso. Esperaba a que Stedman se fuera a su clase de golf y abría todas las ventanas de la habitación del hotel. Luego llamaba al servicio de habitaciones y pedía la hamburguesa con queso, más beicon y aguacate. Minutos después, llamaba a Gayle King para contarle lo que había hecho. Gayle comprendía la comilona porque su marido, William Bumpus, había seguido la misma dieta y había perdido 34 kilos en 12 semanas. Oprah volvió a su ayuno y salió a correr cada día con Stedman. Cuando volvió a Chicago, en otoño, había eliminado 18 kilos.

La transformación de su cuerpo de casi 1,70 metros era asombrosa. Los espectadores no podían creerse lo que veían. Prometió que revelaría su secreto en cuanto perdiera más peso. Los telespectadores sintonizaban el programa cada día, sólo para ver qué aspecto tenía. Para octubre había eliminado otros 7 kilos. Sin embargo, no quería explicar cómo se iba reduciendo cada semana. Finalmente, anunció que revelaría su secreto durante la oleada de noviembre, en un programa titulado «Sueños dietéticos hechos realidad».

La propaganda de este programa pareció galvanizar al país. Todo el mundo quería saber cómo Oprah, que en una ocasión dijo que no tenía pistola porque se llevaría los muslos por delante, había conseguido, por fin, perder peso, sin unirse a la NRA. Associated Press envió un fotógrafo a Chicago y los directores de periódicos de todo el país enviaron reporteros para informar del programa «Sueños dietéticos». Aunque reconociendo que la asombrosa pérdida de peso de Oprah había captado la atención de la nación, el corresponsal de la empresa de comunicación Knight Ridder se quejó de que sólo era «el acontecimiento social más importante desde lo último que Michael Jackson se había hecho en la nariz». Incómodo por tener que cubrir la revelación de la dieta de Oprah, añadió: «¿Es que ha descubierto la cura para el cáncer? ¿Ha eliminado el espectro del sida? ¿Ha reducido el déficit nacional?»

El día del muy pregonado programa, 15 de noviembre de 1988, Oprah entró pavoneándose en el estudio con un gran abrigo de un rojo intenso. «Este es un programa muy, muy personal —dijo. A continuación, igual que una estríper exuberante, se despojó del abrigo rojo para desvelar la mitad de su antiguo yo—. Hasta esta mañana, he perdido treinta kilos», dijo, justificadamente orgullosa de su nueva figura, embutida en unos vaqueros de Calvin Klein, talla 40, que llevaban colgados en su armario desde 1981. Dio unas vueltas por el escenario para exhibir su nuevo cuerpo, con un cinturón muy apretado, con una hebilla de plata, un ajustado suéter negro de cuello alto y unas botas con tacones de aguja. El público la aplaudió enloquecido, agitando los pequeños pompones amarillos que les habían dado con ese fin.

Oprah levantó en alto un paquete de polvos Optifast, que dijo que mezclaba con agua en una taza de Optifast y bebía cinco veces al día. Esto le proporcionaba 400 calorías de nutrición sin alimentos sólidos, en un régimen que se suponía que compensaba la pérdida de proteínas del cuerpo. Antes de que acabara el primer tramo del programa, las centralitas de Optifast recibieron un bombardeo de llamadas. Un portavoz de la empresa informó de que, después de que Oprah mencionara el nombre de la marca siete veces, habían recibido un millón de llamadas a su número gratuito. «Estoy segura de que mucha gente cree que Optifast es de mi propiedad —declaró Oprah—. Sin embargo, no es así.»

Después de una pausa para anuncios, volvió tirando de un carrito rojo cargado con 30 kilos de grasa animal blanca. Se inclinó y trató de levantar la bolsa de sebo. «¿No es un asco? No me creo que no pueda levantarlo, cuando antes lo llevaba a cuestas todo el día.»

Luego se puso seria. «Ha sido lo más difícil que he hecho en mi vida. […] Es mi máximo logro». A continuación le reveló al público su diario personal, leyendo lo que había anotado después de hablar con un terapeuta de Optifast sobre por qué quería perder peso. «¿Qué es lo más importante aquí? La autoestima. Para mí, es hacerme con el control de mi vida. Comprendo que esta grasa es solo un bloqueador. Es como tener barro en las alas. Me impide volar. Es una barrera que no me deja llegar a cosas mejores. Ha sido una manera de seguir estando cómoda con otras personas. Mi gordura las tranquiliza. Hace que se sientan menos amenazadas. Me hace sentir insegura. Así que sueño con que un día entraré en una habitación donde esta grasa no sea un problema. Y esto sucederá este año, porque lo más importante para mí es llegar a ser lo mejor que puedo ser».

El siguiente tramo del programa era una llamada de enhorabuena de Stedman, desde High Point (Carolina del Norte), para decir lo orgulloso que estaba de ella. En aquel entonces, estaba trabajando con su mentor, Bob Brown, y sólo veía a Oprah los fines de semana. «Lo odio —le confesó Oprah a los periodistas—. Va a durar todavía un año más. Luego dice que volverá a trasladarse a Chicago.» Su público habitual sabía quién era Stedman, aunque no lo habían visto nunca. Oprah se guardaba la presentación para un programa durante la oleada de febrero, titulado «Cómo afecta la fama a una relación». La llamada telefónica de felicitación de Stedman fue seguida de un videoclip de Shirley McLaine, que el público sabía que era la estrella de cine, guía de Oprah en todo lo paranormal.

El programa del «carrito de la grasa» se convirtió en el más visto de la carrera de Oprah, con el índice más alto en 16 de los principales mercados de Nielsen, lo cual significaba que un 44 por ciento de los telespectadores diurnos lo habían visto. «Son unas cifras increíbles —declaró Stephen W. Palley, director general de King World—. Los que no vieron el programa, oyeron hablar de él.» La asombrosa pérdida de peso de Oprah centró la atención de los medios de comunicación de todo el país durante días, después del programa, mientras nutricionistas, médicos y comentaristas debatían los méritos de los regímenes sin proteínas, y todo el mundo apostaba sobre cuánto tiempo mantendría Oprah la pérdida de peso.

Perdido en el tumulto de titulares de costa a costa, llegó, en un momento inoportuno, el homenaje de la revista Ms (noviembre 1988) a Oprah por ser una de las seis mujeres que iban a recibir su premio a la Mujer del Año 1988.

«En una sociedad donde la gordura es tabú, ella ha triunfado en un medio que rinde culto a la delgadez y celebra una guapura insípida e insulsa de cuerpo y personalidad. […] Pero Winfrey ha hecho que la gordura sea sexy y elegante —casi deslumbrante— con un guardarropa como para caerse muerto, un lenguaje corporal relajado y una alegre sensualidad».

Oprah no quería ninguna parte del homenaje a su peso. «Nunca fui feliz cuando estaba gorda —afirmó—. Y nunca volveré a estar gorda. Jamás.» Le irritaban los que le preguntaban si conservaría su nueva talla. «Preguntarme si mantendré la pérdida de peso es como preguntarme: “¿Volverás a tener una relación donde permitas que te maltraten emocionalmente?” —dijo—. Ya he pasado por eso, y no tengo ninguna intención de repetirlo». Afirmó que su idilio con Stedman haría que siguiera muy motivada. «Me siento mucho más sexy … Ahora somos sexy, sexy, sexy. Mi pérdida de peso ha cambiado totalmente nuestra relación».

En un número cómico, Rosie O’Donnell dijo que estaba más que harta de oír hablar de Stedman. «Ahora que Oprah está delgada, no para de hablar de Stedman. Cada cinco minutos es Stedman esto, Stedman aquello. Si vuelve a mencionar a Stedman una vez más, voy a volar a Chicago y alimentarla a la fuerza con Twinkies, por vía intravenosa».

Oprah prometió no volver a ponerse como un globo, nunca más, porque temía a la prensa de supermercado. «Me dan miedo los tabloides, por las historias que publicarían». Pero la presión se intensificó y la prensa empezó a apretar cada vez más. Durante el año siguiente se vio sometida a una Alerta Naranja sobre su ingesta de comida, no sólo por parte de los tabloides, sino de los medios en general, que también la acosaban. A las pocas semanas de desvelar su nueva talla, Liz Smith, columnista de cotilleos sindicada, la atrapó en un festín de glotonería y escribió en Daily News, de Nueva York:

 

¿Es que nuestra querida Oprah se está convirtiendo en «el Fantasma de la Oprah» que conocíamos; es decir en el esqueleto de su antiguo yo? Bien, no se preocupen… El sábado pasado cenó en Le Cirque, de Nueva York, consumiendo no sólo fetuccini con setas silvestres, sino también un pargo asado. Luego, el domingo, estaba con un grupo de seis personas en el Sign of the Dove, de Nueva York y pidió huevos escalfados sobre un brioche con salsa holandesa. A continuación, decidió que los almuerzos de sus compañeros eran inadecuados y pidió un pollo para la mesa, del cual consumió, ella sola, casi la mitad. Luego se fue a Serendipity, para tomar una copa de chocolate helado de medio litro, con nata montada.

 

A la semana siguiente, People informaba de que Oprah estaba comiendo pizza con queso de cabra en Spago, en Hollywood. Luego entró en juego Vanity Fair: «Parece que Oprah Winfrey está rellenando un par de vaqueros de una talla mayor que la 38 —y añadía—: Olvida el Optifast. […] Nosotros preferimos a la Oprah espléndida». En su columna, «Conventional Wisdom Watch», Newsweek publicó: «Oprah Winfrey […] ha construido un estudio fabuloso, pero está haciendo horas extras en la mesa de nuevo». El golpe más cruel llegó en agosto 1989, cuando TV Guide decidió que el cuerpo de Oprah no era lo bastante bueno para ilustrar su artículo de portada sobre ella: «¡Oprah! ¿La mujer más rica de la televisión? Cómo amasó su fortuna de 250 millones de dólares». Así que pusieron su cara a la seductora figura de Ann-Margret, sentada encima de un montón de dinero. El director dijo que la política de TV Guide no era falsear nada, pero que no entendía por qué alguien podría quejarse: «Bien mirado, Oprah tiene un aspecto fantástico, Bob Mackie tiene su vestido en la primera plana de la revista con más circulación de la nación y Ann-Margret ha conseguido salir en portada […] bueno una gran parte».

Oprah no necesitaba que los medios ejercieran una vigilancia constante sobre su dieta. Sabía que tenía problemas sólo pocos días después de haber arrastrado su carrito rojo por el escenario. En su diario escribió:

 

19 de noviembre de 1988: «He estado comiendo sin control. Tengo que ponerle fin. No me puedo acostumbrar a estar delgada».

 

13 de diciembre de 1988: «He vuelto a casa y he comido tantos cereales como me han cabido. Como basura todo el día».

 

26 de diciembre de 1988: «Hay una fiesta en Aspen. No quiero ir. He aumentado más de dos kilos».

 

7 de enero de 1989: «Estoy fuera de control. Empecé el día tratando de ayunar. A mediodía me sentía irritada y hambrienta sólo de pensar en el tormento que es todo esto. Me comí tres cuencos de salvado con pasas. Salí y compré maíz con queso y caramelo; volví a las tres y me puse a mirar la comida de los armarios. Y ahora quiero patatas fritas con mucha sal. Estoy descontrolada».

 

Durante unas semanas después del programa de los «sueños dietéticos», saboreó la deliciosa sensación de comprar ropa bonita en las tiendas de diseño, sin tener que acudir a The Forgotten Woman ni comprar las dos tallas mayores de un vestido en Marshall Field y hacer que las unieran para que fuera de su medida. Disfrutaba comprando las colecciones de alta costura de Christian Dior, Chanel e Yves Saint Laurent. Posó para Richard Avedon con un traje ajustado, de seda negra, para un anuncio nacional, como una de las mujeres más inolvidables de Revlon. «Me encantó hacer el anuncio de Revlon —dijo—. Cambió la manera en que me sentía conmigo misma. Nunca pensé que fuera guapa. Pero ese anuncio me hizo sentir guapa. Por esa razón valió la pena hacerlo, sólo por sentirme así.» Se sentía tan bien con su nuevo yo delgado que regaló toda la ropa de cuando estaba gorda, donándola para los sin techo. «No ha solucionado los problemas que tienen —reconoció—, pero seguro que tienen buen aspecto.» Le parecía que después de cuatro meses de pasar hambre, por fin había vencido su problema de peso. Dejó la terapia de grupo de Optifast y suspendió el programa de mantenimiento supervisado.

En un año recuperó 8 de los 30 kilos que había perdido. «Es una batalla que sigo librando cada minuto de mi vida», le confesó a los espectadores, la mayoría de los cuales asintieron comprensivos. En aquellos momentos, según el National Center for Health Statistics, se consideraba que, en Estados Unidos, el 27 por ciento de las mujeres y el 24 por ciento de los hombres tenían sobrepeso, bordeando casi la obesidad. Oprah pasó un vídeo donde se la veía subir, resoplando, una montaña en un spa muy caro, esforzándose por quemar calorías. Parecía derrotada, cuando le rogó a los espectadores que, por favor, la dejaran en paz si la veían engullendo puré de patatas. «He decidido que no voy a pasar por la vida privándome de cosas que me hacen sentir bien.»

Un año después escribió en su diario una de sus anotaciones más tristes:

 

He llorado en mi despacho con Debra (DiMaio) […] He llorado porque mi pobre y mísero yo haya llegado a este estado. Esta mañana, la báscula decía 92 kilos. Me controla, sencillamente me controla. […] Al final del día […] me siento disminuida, menos persona, culpable, fea. […] Vuelvo a estar gorda de verdad.

 

Durante las oleadas de noviembre de 1990, Oprah reconoció la pesadilla de sus «sueños dietéticos» en un programa titulado «El dolor de recuperar»: había recuperado los treinta kilos y más. No quiso decir cuánto pesaba, pero luego confesó que más que Mike Tyson, campeón de boxeo de los pesos pesados. «Nunca volveré a hacer dieta —afirmó—. Nunca más ayunaré, jamás». Por el correo de sus fans, Oprah sabía que su público la adoraba, así que se sorprendió cuando la mayoría dijeron que preferían la Oprah gorda original que la versión light. Decían que cuando estaba gorda era más accesible; se reía con facilidad y abrazaba a todo el mundo. La Oprah delgada parecía más amargada y tensa, como si el esfuerzo de hacer dieta hubiera minado su alegría. Los telespectadores le hacían saber que estában mucho más cómodos con la voluminosa Oprah que con la Oprah sílfide que, les parecía, actuaba de una manera un poco petulante y pagada de sí misma. Su volumen los tranquilizaba, diciéndoles que el aspecto era algo superficial, que no iba más allá de la piel. Ahora se daban cuenta de que, en realidad, ella nunca lo había creído. Años más tarde Oprah lo reconoció: «Sé cómo es vivir dentro de un cuerpo que es el doble de tu tamaño. […] Sé que cualquiera que esté ahí querría que fuera diferente. Incluso los que dicen que lo han aceptado. Llega un momento en que luchas contra eso, y luchas y luchas, y luego dices que ya no quieres seguir luchando. […]»

«Les diré algo, incluso siendo famosa, la gente te trata de una manera muy diferente cuando estás gorda que cuando estás delgada. Es una discriminación de la que nadie habla nunca».

Por mucho que a Oprah le desagradara su gordura, también ella parecía más cómoda con su corpulencia que sin ella. «Siempre me sentí más a salvo, más protegida, cuando estaba gorda —confesó—, aunque en realidad no supiera qué trataba de proteger, como tampoco sabía de qué tenía miedo». Parecía que la misma ambición sin límites que la había propulsado a la cima de su profesión había fijado su «centro de control» del apetito: mientras que aumentar de peso la favorecía profesionalmente, convirtiéndola en lo que Essence describía como «la quintaesencia de la figura de la niñera negra», su enorme tamaño la hundía en la más absoluta tristeza como persona. Ebony insinuaba que su actitud «sentimentaloide» hacia su público, predominantemente blanco, «recuerda el estereotipo de la niñera sureña». People la describía como una «figura materna poderosa», algo que Oprah no aceptaba. «Una mujer me dijo hace poco: “Pensaba que eras más compasiva cuando estabas gorda porque eras como una madre para mí. Y ahora eres esta cosa sexual”, recordaba Oprah. Le dije: “¿Es algo que dije, o algo que hice?”. Porque yo nunca me sentí como si fuera tu madre».

Algunos cómicos negros fueron mezquinos, en particular Keenan y Damon Wayans, en In Living Color, el programa de comedia que crearon para Fox Network. En un episodio titulado «Oprah habla de comida», la hermana de los cómicos, Kim Wayans, imitaba a Oprah haciendo una entrevista; se ponía a comer con voracidad hasta que estallaba como un globo y esparcía patatas fritas por encima del público. Abiola Sinclair, en el New York Amsterdam News, declaró que la parodia era «despiadada»: «A los negros auténticos y sensatos nunca les preocupó demasiado el peso de Oprah. Lo que más nos preocupaba a muchos de nosotros era que sintiera la necesidad de llevar lentillas de colores raros [verdes], lo cual parecía indicar algún tipo de descontento racial. Incluso cuando estaba más gorda, Oprah nunca fue una dejada y siempre tenía buen aspecto. En nuestra opinión […] un poco de peso le sienta mejor que ese cuerpo nada natural de piel y huesos, con esa gran cabeza redonda encima. Podría tener una talla 48 y seguir estando en forma. La palabra clave es “en forma”».

Es probable que Oprah se sintiera más discriminada por estar gorda que por ser negra. La comunidad afroamericana aceptaba mucho mejor a las mujeres de gran envergadura que el mundo blanco de cuerpos palillo, que premiaba a las anoréxicas tan flacas como una escoba.

Como mujer negra, que había roto la cinta de la meta en su carrera al éxito, Oprah era aplaudida y recompensada, universalmente, por su triunfo profesional, pero como mujer gorda, se sentía excluida del mundo de los flacos, y esa exclusión era dolorosa. «La gente te toma más en serio [cuando estás delgada] —afirmó—. Tienes más validez como ser humano… Me odio cuando estoy gorda… Me ha hecho sentir horriblemente incómoda con los hombres. […] No creo a los gordos que dicen que son felices. No lo son. Y no importa lo que digan.»

A lo largo de su carrera, ganaría siete Emmy como mejor programa diurno de entrevistas; siete premios Image de la NAACP; el de presentadora del año, concedido por la International Radio and Television Society; el George Foster Peabody Individual Achievement Award; el Lifetime Achievement Award, de la Academy of Television Arts and Sciences, y el Golden Laurel Award, del Producers Guild of America. Sin embargo, por desgracia, pensaba que su máximo logro en la vida era perder treinta kilos, y su máximo fracaso, recuperarlos.

«Recuerdo que [antes de esa dieta] yo estaba en el programa de Oprah, en Washington, cuando era directora de investigación de WUSA-TV —declaró Candy Miles-Crocker, una bella mujer negra—. Oprah llevaba un traje de punto de color amarillo vivo y, por entonces, debía de pesar cerca de 125 kilos. Estaba enorme y aquella falda de punto se le pegaba al cuerpo como la piel de una salchicha. Además, tenía un corte en la parte de delante, de forma que, cuando se sentaba el corte se abría, igual que sus gordos […] y […] Dios mío […] era horrible. Me sentía fatal por ella. Ella se dio cuenta de lo que pasaba, así que durante la pausa se apartó a un lado para darle la vuelta a la falda y que el corte no estuviera delante. Ver cómo se esforzaba por hacer girar aquella falda sobre sus muslos escandalosamente gordos era como contemplar un buque intentando atracar en el amarre de una barca de remos.»

El peso de Oprah era como un arnés que llevara alrededor del cuello, pero por atribulada que se sintiera, nunca se rindió por completo. Continuó yendo a los balnearios y centros especializados de adelgazamiento en uno de los cuales conoció a Rosie Daley, que se convirtió en su chef, y a Bob Greene, que acabó siendo su preparador. Juntos lograron cambiar su modo de vida y su tamaño a tiempo para su cuadragésimo cumpleaños, pero incluso entonces no fue fácil.

«Antes de que Rosie llegara, la señora Eddins [la madrina honoraria de Oprah, de Nashville] se ocupaba de la cocina y todos los almuerzos eran pollo frito, ensalada de patatas, enormes platos de macarrones con queso y tartas recién hechas como postre […] y Oprah se lo comía absolutamente todo —recordaba su arquitecto paisajista James van Sweden—. Rosie la introdujo a la fruta y las verduras frescas, pero a Oprah le costó un tiempo llegar a aceptar unos alimentos que no estaban fritos ni llevaban salsas.» La propia Oprah dijo que Rosie trabajó con ella durante dos años antes de lograr que perdiera ni medio kilo.

Durante el periodo en que estaba recuperando peso, en 1990, sufrió un brutal ataque de su hermana, que les reveló a los tabloides el secreto familiar, largamente guardado, del embarazo de Oprah a los catorce años y del niño al que dio a luz. Esta revelación se produjo después de que Oprah interrumpiera la asignación de 1.200 dólares al mes que le daba a su hermana, porque ésta la utilizaba para comprar drogas, así que Patricia Lee Lloyd fue al National Enquirer, que le pagó 19.000 dólares por revelar detalles sobre los llamados «primeros años promiscuos y salvajes» de Oprah, cuando llevaba a hombres mayores de tapadillo a su casa y los «montaba» mientras su madre estaba en el trabajo.

«Ella decía que eso es lo que hacía —dijo Patricia Lee Lloyd al tabloide—, y comprendí que todas aquellas tardes se lo estaba haciendo con sus hombres.»

Oprah se sintió tan humillada por las revelaciones de su hermana que tuvo que quedarse en cama tres días. «Pensaba que mi vida se había acabado —confesó más tarde—. El mundo va a odiarme. Todos van a decir: “Qué mujer tan desvergonzada y malvada. Qué puta”. Pero Stedman […] me hizo superarlo. Me ayudó a ser valiente. […] Yo lloraba y lloraba. Recuerdo que, aquel domingo por la tarde, entró en la habitación que estaba a oscuras, con las cortinas corridas. De pie delante de mí, con aspecto de haber llorado también él, me tendió el tabloide y me dijo: “Lo siento mucho. No te mereces esto.» Stedman la ayudó a ver que lo que le había pasado a ella le pasaba a muchos, pero dijo que como una de las hijas especiales de Dios, sobreviviría y prosperaría y podría ayudar a otros a hacer lo mismo. «Stedman cree que soy una de las elegidas —afirmó Oprah—. Ya sabes, elegida por el universo para hacer grandes cosas.»

Una semana después, le cayó encima la segunda entrega de su «pasado vergonzoso y secreto», en la cual su hermana hacía estallar todas las burbujas que Oprah había creado sobre su infancia en la indigencia. Patricia también revelaba las «mentiras que Oprah contaba y que hacían llorar a mamá», y las historias que Oprah nunca había contado sobre como «empeñó el anillo de mamá, le robó el dinero y se escapó de casa».

De repente, la mitología que Oprah se había creado empezó a resquebrajarse. «Le contó a cien periodistas lo de Sandy, la cucaracha que era su mascota —recordaba la novelista Jacquelyn Mitchard, por entonces columnista de Milwaukee Journal—. A mí también me contó la historia de Sandy […] en la época en que sólo era una joven presentadora de televisión novata que le daba dolores de cabeza a Phil Donahue… Incluso entonces había un impulso en ella que su enorme ambición no explicaba del todo. Era un enigma, una aviadora solitaria muy prometedora, llena de frases ensayadas, pero incómoda con demasiada introspección. Y como os dirá cualquier terapeuta, es habitual que los que más corren, estén tratando de dejar algo atrás, casi siempre algo que no fue culpa suya, casi siempre algo del pasado». En una compasiva columna titulada “Tal vez, ahora sabemos qué es lo que hace correr a Oprah”, Mitchard escribió que si Oprah lograba aceptar la verdad de su vida, podría «advertir a las jóvenes de lugares difíciles para que evitaran un embarazo temprano». Curiosamente, la novela de Mitchard En lo profundo del océano fue la primera elegida para el Club del Libro que Oprah inició seis años más tarde, pero, “por fortuna” Oprah no relacionó a la columnista con la novelista.


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