Oprah como actriz, intérprete, entrevistadora, narradora y presentadora de TV y cine 10 страница

R. Soy comunicadora.

P. ¿Podría mencionarme los premios que ha ganado?

R. Bueno, el premio que más significa para mí es que me nombraran una de las diez mujeres más admiradas del mundo, la número tres, detrás de la Madre Teresa.

 

El abogado la presionó sobre el número de espectadores que tenía, insinuando que hacía programas sensacionalistas como «Alimentos peligrosos» para atraer a más público, conseguir unos índices de audiencia más altos y aumentar más aún sus oportunidades de negocio. Ella disintió.

 

P. Entonces, no le importa cuantos espectadores tiene…

R. No es eso lo que he dicho.

P. ¿Le importan?

R. Me gustaría tener tantos espectadores como fuera posible, pero no hago programas sólo para conseguir espectadores. No lo hago. No es con Jerry Springer con quien está hablando […] ¿vale?

 

Oprah dijo que había grabado algunos programas que luego había decidido no emitir:

R. Uno era sobre un asesino en serie, de Mercer (Ohio), que supuestamente había matado a ochenta personas y hablaba de cómo lo había hecho. Otro era sobre los secuestros. Otro más, sobre un acosador.

P. ¿Cómo era el programa sobre secuestros? ¿Qué había de malo en él?

R. Bueno, pensé que tal como estaba presentado el programa, alentaría o daría la idea del secuestro a alguien que no la tenía antes. Y dado que yo soy un objetivo importante para un secuestro, pensé que no era una buena idea.

 

Seis meses después, el 19 de diciembre de 1997, hizo la segunda parte de su declaración y se irritó cuando el abogado de los demandantes insinuó que hacía un «tipo de trabajo sensacionalista».

 

R. Protesto por la palabra sensacionalista. Protesto por la palabra sensacionalista. Yo no hago programas sensacionalistas. Desde el principio no he hecho programas sensacionalistas. Mi opinión es que la vida es sensacionalista y si algo existe en la vida y puedes informar de ello, hablar de ello, informar y hacer que la gente sea más consciente, entonces que así sea, pero protesto por el término sensacionalista.

 

El día antes de que empezara el juicio (20 de enero de 1998), Oprah llegó a Amarillo, en su jet Gulfstream, acompañada por sus dos cocker spaniel, su preparador, sus guardaespaldas, su peluquero, su chef y su maquillador. Antes de su llegada, la Cámara de Comercio de Amarillo había emitido una nota para el personal diciendo que no habría «ningún despliegue de alfombra roja, ni llave de la ciudad (o) flores» para ella. Por el contrario, fue recibida en la ciudad (164.000 habitantes) con pegatinas en los coches que decían: «La única vaca loca de los Estados Unidos es Oprah». Oprah se dirigió a la Adaberry Inn, una posada de diez suites que había reservado para ella y su séquito personal y que acabó siendo conocida como el ‘Campamento Oprah’. El resto del personal y el equipo de producción de Harpo se instalaron en el Hotel Ambassador, de cinco estrellas. También alquiló el Amarillo Little Theatre para grabar sus programas por la noche, después de asistir al juicio durante el día. Oprah le dijo a los periodistas que habían acudido de todo el país que estaba en Amarillo para defender su «derecho a hacer preguntas y sostener un debate público sobre asuntos que afectan al público en general y a mi audiencia». Posteriormente, diría que el juicio fue la peor experiencia de su vida.

La juez, Mary Lou Robinson, dictó el secreto de sumario, que prohibía a ambas partes, la demandante y la demandada, hablar del caso. «¿Te puedes imaginar lo difícil que era para mí NO hablar del juicio? —dijo Oprah—. ¿Te puedes imaginar lo que es una orden de silencio para una presentadora de programas de entrevistas? Fue horrible». Sin embargo, estuvo cerca, cuando se presentó hábilmente como alguien a favor del buey, en Amarillo, donde el cebadero/matadero es la empresa que más puestos de trabajo proporciona. En su primer programa grabado, había bistecs chisporroteando al fondo, mientras ella decía: «Pues claro, estáis en Amarillo, así que hay buey, buey y más buey —Al entrevistar a Patrick Swayze, le dijo—: Has comido buey, ¿verdad? Me parece muy bien». Swayze le regaló un sombrero de cowboy y un par de botas Lucchese. Luego le enseñó a bailar el paso texano a dos. Oprah adoptó un acento texano rural y, en algún momento de cada programa (grabó veintinueve) mencionaba a la agradable gente de Amarillo. En pocos días, la ciudad bailaba al son que ella tocaba. Las colas para conseguir entradas para ver cómo grababan los programas empezaban a formarse a las cuatro de la mañana, cada día, y aparecieron nuevas pegatinas en los coches que decían: «Amarillo quiere a Oprah».

La juez se negó a permitir que las mujeres llevaran pantalones en su sala, así que Oprah vestía falda cada día. «Me gustó mucho que no dejaran entrar cámaras en la sala —dijo—. Los bosquejos de los dibujantes me hacen parecer muy delgada». Incluso con la presencia de su chef y su preparador, seguía luchando con el peso, por lo menos los primeros días. Luego dijo que se había entregado a «Jesús y al consuelo de las tartas». Engordó 10 kilos durante las seis semanas del juicio. «Mi preparador, Bob Greene, estaba muy disgustado conmigo. Me dijo: “Es como si te sintieras muy orgullosa de haber engordado”. Yo respondí: “¡Si! ¡He comido tarta! ¡Y tomamos macarrones con queso, con siete quesos diferentes”».

El otro acusado, Howard Lyman, ranchero convertido en vegetariano, tenía prohibido mencionarle el peso o la comida. «Sus abogados me dijeron que no se podía hablar de su dieta durante el juicio […] Les parecía que ya estaba sometida a suficiente presión». Como director de la campaña «Comer con Conciencia», de la Humane Society, Lyman estaba cubierto por un seguro legal, que también pagaba la mitad de los honorarios de Phil McGraw.

Después de que lo contrataran, McGraw voló a Chicago para reunirse con Oprah, pero una de las ayudantes de ésta le dijo que sólo podía concederle una hora de su tiempo. «Perdone —respondió él— no es a mi culo al que han demandado. Si ese es todo el tiempo que tiene, entonces no quiero tomar parte en esto». Antes de que se fuera, furioso, Oprah aceptó darle todo el tiempo que necesitara para ayudarla a eliminar su postura a la defensiva. «Se encontraba mal —dijo McGraw más tarde—, no se podía creer que la estuvieran juzgando». A mitad del juicio, McGraw le dijo que reaccionara o iba a perder. Oprah llamó a su puerta a las dos y media de la madrugada, llorando histéricamente, incapaz de soportar la frustración de verse acusada «injustamente». «Mi advertencia fue: “Oprah, justa o injustamente, está sucediendo. Ellos están bien financiados, van muy en serio y están seriamente decididos” […] Fue una llamada de alerta que decía algo así como, “enfréntate más adelante a lo de que sea, justo o no, pero ahora, en este momento, estás en medio de un tiroteo así que será mejor que te metas en el juego y te concentres” […] A partir de entonces, se convirtió en una litigante muy diferente».

Alto, algo calvo y ancho de espaldas, McGraw caminaba detrás de ella cuando entraba y salía del juzgado cada día y nunca dirigió ni una palabra a los medios de comunicación. Ni siquiera les hacía un gesto de saludo. Tim Jones, del Chicago Tribune, dijo: «Creí que era uno de sus guardaespaldas».

«Phil McGraw se reunía con nosotros y con todos los abogados cada día, en el juzgado —comentó Lyman—, y valía cada centavo que cobraba. Sus honorarios eran 250.000 dólares; lo sé porque tuve que pagar la mitad, pero no creo que hubiéramos ganado el pleito sin los consejos que nos daba […] Phil dijo que podíamos defender el caso con los hechos y llevar allí a todos nuestros científicos para que juraran del derecho y del revés que todo lo que decíamos era verdad, y la otra parte haría lo mismo. Pero el jurado necesitaba saber que, si votaban para eliminar nuestro derecho a la libertad de palabra, podría presentarse alguien que les privara del suyo. Eso es lo que se le ocurrió a Phil y por eso ganamos».

A mitad de la tercera semana del juicio, Oprah fue llamada al estrado a testificar. Subió las escaleras de los juzgados aferrada a la mano de Maya Angelou, que le susurró algo al oído cuando se puso en pie para dirigirse al estrado. Stedman llegó unos días después para relevar a Maya, que regresó a su casa y envió un grupo de predicadores a la iglesia para rezar las veinticuatro horas del día por Oprah.

Durante tres días, interrogaron a Oprah sobre su negligencia por no verificar a fondo las afirmaciones de Lyman y por no hacer algo respecto al descuidado montaje de sus productores. En un momento dado, perdió la paciencia, soltó un fuerte suspiro y, con un gesto, se echó el pelo hacia atrás. Cuando le preguntaron por el gran número de sus telespectadores, dijo: «Mi programa está construido en torno a personas que son simplemente personas normales con una historia que contar —Luego añadió—. He hablado con todos los que he querido hablar, excepto el Papa». Después de un interrogatorio repetitivo, se inclinó hacia el micrófono y con voz imperiosa afirmó: «Ofrezco un foro para que la gente exprese sus opiniones […] Esto son los Estados Unidos de América […] Vengo de un pueblo que ha luchado y ha muerto para tener voz en este país, y me niego a que se me amordace». Añadió que, si los invitados a su programa creen lo que dicen y firman una declaración a ese efecto, entonces para ella la verdad ha quedado establecida y la responsabilidad es, ampliamente, de los invitados. «No es el informativo de la noche —afirmó—. Soy un programa de entrevistas, donde se alienta la libre expresión […] Estamos en los Estados Unidos y, en los Estados Unidos, está permitido hacerlo». Cuando la interrogaron sobre su integridad, respondió: «Soy una mujer negra, de los Estados Unidos, que ha llegado hasta aquí creyendo en un poder mayor que yo misma. No me pueden comprar. Respondo ante el espíritu de Dios que vive dentro de todos nosotros». Dijo que su influencia no era suficiente para que los estadounidenses se apartaran de la carne de buey. «Si tuviera esa clase de poder, saldría en antena y sanaría a la gente».

En su alegato final, su abogado instó al jurado: «Tienen la oportunidad de silenciar a una de las voces del bien más poderosas de este país. Está aquí para validar nuestro derecho a la libertad de expresión». Describiendo a Oprah como «una luz brillante» para millones de estadounidenses, afirmó: «Su programa refleja el derecho del pueblo de este país a la libertad de palabra […] y a un enérgico debate».

Después de cinco horas y media de deliberaciones durante dos días, el jurado formado por ocho mujeres y cuatro hombres, todos blancos, absolvió a Oprah, a su compañía de producción y a Howard Lyman de hacer, a sabiendas, declaraciones falsas y despectivas sobre la carne de buey. «No nos gustó lo que tuvimos que hacer —declaró la portavoz del jurado—, pero teníamos que decidirnos a favor de la Primera Enmienda». Al oír el veredicto, Oprah bajó la cabeza y se puso a llorar. Unos momentos más tarde, apareció en las escaleras de los juzgados, con gafas de sol, y alzó los puños al aire: «La libertad de expresión no sólo está viva —gritó—. Además, está que se sale».

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Oprah nunca abandonó su sueño de llegar a ser una estrella de cine de primera magnitud y, al llegar 1997, pensó que, por fin, tenía el vehículo para poner su nombre en letras de neón. Durante nueve años, había tratado de adaptar Beloved, la novela de Toni Morrison sobre los efectos de la esclavitud. Pero incluso con un guión terminado, y teniendo su propia financiación y a Disney como distribuidor, la habían rechazado diez directores, incluyendo Jodie Foster (El pequeño Tate), quien dijo que el libro era demasiado difícil para filmarlo; Jane Campion (El piano), que dijo que no sabía lo suficiente sobre la experiencia negra, y Peter Weir (Witness, El club de los poetas muertos), que dijo que no quería que Oprah interpretara el papel de Sethe, la madre que mata a su hija antes que enviarla a la esclavitud.

«(Él) no me veía en el papel —le dijo, sarcástica, Oprah al periodista Jonathan Van Meter. Imitando el acento australiano de Weir, afirmó—: Y que, por favor, me limitara a confiar en él y si él creía que podía hacerlo, ciertamente haría todos los esfuerzos posibles».

Aunque sólo había actuado en dos largometrajes y tres películas para la televisión, Oprah insistía en que había nacido para interpretar el papel de Sethe. Así que descartó a Peter Weir, sin pensárselo más. «¿Quieres que yo te dé mi guión y decidas si yo puedo actuar en él? Vale, pues adiós.»

En 1997, conoció al director Jonathan Demme, ganador de un Óscar por El silencio de los corderos. Demme le dijo que tenía muchas ganas de verla en el papel de Sethe, fue contratado de inmediato y Oprah se convirtió en productora y estrella.

«Esta es mi Lista de Schindler», afirmó, refiriéndose a la obra maestra de Steven Spielberg. Creía que podría hacer por los descendientes de los esclavos lo que Spielberg había hecho por los supervivientes del Holocausto: llevar a la pantalla una historia de heroísmo, rodeada de una maldad atroz. Iba a ser su primera producción en largometraje, aunque ya había producido películas para la televisión en ABC, bajo la bandera de «Oprah Winfrey Presents…», y la mayoría habían ganado su espacio en el programa con unos índices altos, si no críticas entusiastas.

«¿Crees que alguien ha tenido alguna vez el valor de decirle a Oprah Winfrey que se fuera a freír espárragos?», escribió Tom Shales, crítico de televisión de The Washington Post, sobre su producción de David and Lisa, dirigida por Lloyd Kramer, el primer novio de Oprah en Baltimore. «Sus tendencias evangelistas están empezando a desmadrarse por completo […] Nos mejorará y nos nutrirá y nos inspirará, aunque eso nos mate». Shales protestaba por la introducción de Oprah ante las cámaras: «Nos dice de qué va la película, cuál es el mensaje moral y cómo deberíamos reaccionar ante él […] También describe con todo detalle parte del argumento, tal vez para los que mueven los labios cuando ven la tele […] Winfrey en el papel de ‘niñera nacional’ empieza a ser una lata. “Es una historia que le quería contar a toda una nueva generación”, dice pomposamente mirando a la cámara. ¡Venga! Oprah. Déjalo ya».

Oprah llevó el mismo elevado fervor moral a Beloved: «Es mi historia. Es mi legado. Es, en mayúsculas, el QUIEN de quién yo soy», dijo de la película de tres horas, cuya producción costó 53 millones de dólares, más otros 30 millones de promoción. «Es maravilloso estar en situación de financiar la película tú misma —afirmó—. No me importa si van a verla dos personas o dos millones. Esta película se hará y será increíble, uno de los grandes testimonios de mi vida».

Para prepararse para el papel, Oprah empezó a coleccionar objetos del tiempo de la esclavitud, comprando en subasta documentos de propiedad de diversas plantaciones, documentos en los que estaban anotados los nombres y los precios de compra de seres humanos junto a los precios de mulas y cerdos, bajo la denominación de «propiedades». Enmarcó aquellos documentos desgarradores y los colgó en su casa y en la caravana durante la filmación. A cinco generaciones de distancia de la esclavitud, encendía velas a «los espíritus de los ancestros», decía que oía las voces de los esclavos y les rezaba en voz alta cada día. Adquirió, «en Sotheby’s como su primera compra muy importante de arte», un cuadro de Harry Roseland, titulado To the Highest Bidder (Al mejor postor), que colgó sobre la chimenea de su finca de Indiana. La tela muestra a una esclava negra y a su hija pequeña, temblando de miedo en la plataforma de subastas.

Oprah se inscribió también en The Underground Railroad Immersion Experience (Experiencia de inmersión en el ferrocarril subterráneo), para recrear las emociones de un esclavo fugitivo al que le han negado el libre albedrío y el pensamiento independiente. Durante dos días vivió como una fugitiva, con los ojos vendados, perseguida por los perros, recibiendo los escupitajos de los dueños de esclavos, montados a caballo y empapados en whisky. «Sabía que seguía siendo Oprah Winfrey y que podía quitarme la venda de los ojos en el momento que quisiera, pero la reacción a que me llamaran “negrata” era algo visceral en mí. Quería abandonar. Pero no lo hice. Quería sentirlo todo. Llegué a un lugar de desesperanza, oscuro y vacío, que nunca olvidaré. Fue una experiencia transformadora para mí. Salí de allí sin miedo a nada, porque aprendí de verdad de dónde venía».

Oprah estaba decidida a presentar una historia que dejara al descubierto cómo los esclavos absorbían el abuso de sus amos, y se lo hacían pagar a los suyos; físicamente, sexualmente y emocionalmente. El tema tabú del abuso sexual, que con tanta frecuencia se dejaba fuera de las narraciones de esclavos, la atraía especialmente dada su propia experiencia y decidió mostrar el horror del acoso sexual en pantalla. Quería que el público experimentara la esclavitud como nunca lo había hecho antes; que viera cómo linchaban a una mujer, atada con cuerdas de cuero muy apretadas, con una hoja de cuchillo incrustada en la boca; que oyera como la cuerda le partía el cuello; que oliera su cadáver, abandonado en la horca para que se pudriera. Oprah quería que la gente oyera el golpe del látigo cortando a través de una espalda ensangrentada, dejando la huella de un árbol de verdugones. Quería producir algo más memorable que la miniserie Raíces, la dramática épica de la esclavitud que, en 1997, dejó petrificados a 130 millones de telespectadores. «Aunque Raíces era magnífica y necesaria para su tiempo, la serie mostraba el aspecto que tenía la esclavitud pero no cómo te hacía sentir —dijo Oprah—. No sabéis lo que aquellos golpes de látigo nos hicieron».

Con Beloved, pensaba refundir la historia de la esclavitud en América, con todo su infierno y su heroísmo que reportan: «Lo hemos interpretado todo mal —afirmó refiriéndose a la historia que reportan los libros—. Durante años, hemos hablado de la parte física de la esclavitud, quién hizo qué y quién lo inventó. Pero el auténtico legado reside en la fuerza y el valor para sobrevivir».

No quería ni más ni menos que cambiar la conciencia de los Estados Unidos con su película y cerrar las heridas racistas. «Entiendo bien de qué va este conflicto —afirmó—. Tiene que ver con unas personas que, realmente, no se comprenden unas a otras. Una vez que comprendes, que llegas a conocer a la gente y sabes cómo son sus corazones, el color de la piel no significa nada para ti.»

Durante su segundo mandato, el presidente Bill Clinton había pedido una «debate nacional sobre cuestiones raciales», y Oprah pensaba que el Presidente habría hecho bien eligiéndola para dirigir ese debate. «Debería haberlo hecho —le dijo a USA Weekend —. Sé cómo hablar con la gente […] Todo tiene que ver con las imágenes. Somos personas que reaccionamos a las imágenes. Es preciso ver algo diferente para poder sentir algo diferente.»

Opinaba que su producción de Beloved proporcionaría el necesario diferencial. «Quiero que esta película sea recibida de la manera que yo creo, sinceramente, que debería serlo —declaró—. Quiero que todos se sientan conmovidos y trastornados por la fuerza de Sethe. Si esto sucede, me sentiré satisfecha durante mucho tiempo».

Cuando se estrenó la película, los críticos reaccionaron pero, para preocupación de Oprah, en la dirección contraria: la mayoría de críticos eran del parecer que la películaa era demasiado larga, confusa y recargada, y que la actuación de Oprah no iba a llevarla al estrellato. Janet Maslin, del The New York Times, dijo que no era «una actriz intuitiva»; Stanley Kaufmann, del The New Republic, afirmó que era meramente «competente» y Richard Alleva, de Commonweal, la etiquetó de «sorprendentemente apagada». Pero, por el contrario, su amigo Roger Ebert, el crítico de cine, dijo que había hecho «una interpretación valiente y profunda», y Richard Corliss, de Time, estuvo de acuerdo. «No es una actuación con truco; es auténtica interpretación». Incluso Toni Morrison, a la que preocupaba la capacidad de Oprah para contener sus desbordantes emociones, estaba impresionada: «En cuanto la vi, sonreí para mis adentros, porque no pensé en el nombre de marca —dijo Morrison—. Era Sethe. Vivía el papel». Pero el público no quería ver a Oprah, como Sethe, rompiendo aguas ni ver cómo unos hombres blancos, de «dientes musgosos» le robaban la leche del pecho ni como degollaba a su hija, todavía bebé. En una perceptiva columna para el Chicago Sun-Times, Mary A. Mitchell, afroamericana también ella, resumía por qué:

Bien mirado, ¿a quién se supone que apelan esta clase de películas? ¿Se supone que los negros tienen que disfrutar de que les recuerden que, en un tiempo, fueron cosas y los trataron como animales? ¿Se supone que los blancos empatizarán con ese destino y saldrán del cine más sensibles a su legado? ¿Cuántos de nosotros, cuando nos vemos arrastrados a un mar de culpa, humillación y rabia, lo llamamos ‘pasarlo bien’? Una cosa es un documental que nos guíe; y otra, un reparto plagado de estrellas. A menos que seas masoquista, el dolor no es divertido. Si estas películas favorecieran un entendimiento más profundo entre razas, la angustia valdría la pena. Pero no puede decirse que este sea el caso.

 

Beloved se estrenó el 16 de octubre de 1998, con una de las campañas de publicidad más caras (30 millones de dólares), saturando los medios, que nunca se dedicaron a una película; quizá parte del problema fuera eso: para algunas personas, parecía que Oprah se promocionaba a ella misma más que a su película, o al importante mensaje que había detrás de ella, en especial cuando apareció en la portada de Vogue, la biblia de las élites de la moda. La directora de la revista, Anna Wintour, que apenas pesaba 45 kilos, había volado a Chicago para decirle a Oprah que tenía que perder peso antes de que pudieran plantearse la posibilidasd de sacarla en la portada. «Fue una sugerencia muy discreta —recordaba Wintour, que llenaba sus páginas con mujeres que eran como galgos de pasarela—. Ella sabía que tenía que adelgazar […] Le insinué que podría ser una idea […] Sólo le dije: “Quizá te sentirías más cómoda”. —Luego añadió—: Oprah prometió que perdería 9 kilos antes de la fecha límite».

Un tiempo después, André Leon Talley, redactor general de Vogue y, también él, de proporciones considerables, le dijo a Oprah: «La mayoría de las chicas Vogue son muy delgadas, tremendamente delgadas, porque a Miss Anna no le gustan los gordos».

Igual que una esclava de la moda que oye la voz de su ama, Oprah fue a toda prisa a un centro para perder peso y empezó a tomar caldo, subir montañas y correr 13 kilometros al día para bajar a 68 kilos. Sólo entonces la señora Wintour le permitió que posara para el famoso fotógrafo Steven Meisel, favorito de Diana, princesa de Gales. La portada de Vogue, en octubre de 1998, vendió 900.000 ejemplares y fue la que tuvo unas ventas más altas en los 110 años de historia de la revista. Posteriormente, Oprah le dijo a Sheila McLennan, de Woman’s Hour, de Radio 4 de la BBC, que la idea de estar en la portada de Vogue ni siquiera estaba entre las fantasías de una niña que afirmaba que la llamaban «de color», «fea» y «trigo negro». Oprah dedicó uno de sus programas a la imagen de Vogue y voló a Nueva York cuando Wintour organizó un cóctel en el restaurante Balthazar durante la Semana de la Moda, para descubrir la portada.

«Es increíble —dijo Stedman Graham, cuando vio la foto de Oprah, reclinada seductoramente, con un vestido negro, sin tirantes, de Ralph Lauren—. Es la culminación de todo aquello por lo que ha trabajado […] Llegar desde estar demasiado gorda hasta este punto es una de las mayores victorias que alguien puede alcanzar.»

Quizá fuera este tipo de ideas —poner el glamour de un cambio de imagen gracias a la pérdida de peso al mismo nivel que vencer la esclavitud— lo que hizo que la publicidad y la promoción que rodearon Beloved fueran contraproducentes.

Además de Vogue, Oprah promocionó su película posando para las portadas de TVGuide, USA Weekend, InStyle, Good Housekeeping y Time, que la anunciaron con cuatro artículos y once páginas como «La amada Oprah». Unos días después del estreno de la película, Oprah organizó un pase especial para la Church of Today, de Marianne Williamson, la gurú New Age, en Detroit y le dijo a la congregación, entre la que estaba Rosa Parks, sentada en la primera fila: «Beloved es mi regalo para vosotros». El día del estreno, The Oprah Winfrey Show presentó al reparto de Beloved y explicó cómo se había hecho la película. «Estoy dando a luz a mi hija», le dijo al público. El mismo día se lanzó la publicación de Journey to Beloved, de Oprah Winfrey, con fotografías de Ken Regan, un libro de gran formato, con un precio de 40 dólares, que recogía el diario que Oprah escribió durante los tres meses de filmación, en el cual también había anotado su conmoción por el asesinato del diseñador Gianni Versace, en Miami, y la atroz muerte de la princesa de Gales en un túnel de París. Pero la mayoría de anotaciones tenían que ver con el rodaje de Beloved, que, según dijo Oprah, fue el único momento de su vida, excepto durante la filmación de El color púrpura, en que había sido feliz de verdad. Recogemos unos pasajes:


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