Al principio, Oprah sentía una gran admiración por Steven Spielberg. «Es la persona más maravillosa que conozco [dijo a los periodistas en 1985, añadiendo que todos los miembros del reparto y del equipo “alucinaban” por estar trabajando para él]. Oh, Dios Santo —decía exagerando el acento—, no me puedo creer que estemos trabajando para el señor Spielberg». Cuando vio el imperio Amblin Entertainment, de Spielberg, lo elevó al estatus de divinidad. Era el magnate cinematográfico que ella aspiraba ser. «Fue entonces cuando quise tener mi propia productora», afirmó. Hasta entonces, Harpo, Inc. era simplemente la entidad corporativa que necesitaba con fines fiscales (para contestar el correo de sus fans) pero después de ver la empresa de Spielberg, Oprah y Jeff Jacobs pusieron manos a la obra para convertir a Oprah en la primera mujer negra que tuviera su propio estudio.
Oprah afirmó que, dado que ella era la única del reparto que no era actriz, se pasó todo el rodaje presa del terror, pero sus compañeros se echaron a reír ante la idea de que se sintiera intimidada por nada ni nadie. Akosua Busia y Margaret Avery imitaron su voz ronca para burlarse de sus denominados ‘miedos’: «Estoy tan aterrorizada. Cuidado, todos vosotros, allá voy, y estoy muerta de miedo».
Más tarde, Oprah criticó la selección de personas con diferentes tonos de piel para la misma familia: «Era una de las cosas que me molestaban de El color púrpura». En el plató no vacilaba en decirle al director que estaba dando un aire de astracanada a algunas de sus escenas. Él le impedía ver los diarios. En una escena memorable en la que su personaje le da un tortazo al alcalde de la ciudad, Oprah reconoció que no estaba actuando. Su reacción había sido auténtica y visceral. «Steven les había dicho a los actores blancos que me llamaran ‘negrata’, pero a mí no me dijo lo que iba a hacer. “Tú, gorda perra ‘negrata’”, dijeron. […] Nadie jamás me había llamado eso, ni nada parecido, y no tuve necesidad de ser una actriz para reaccionar […] Estaba tan ofendida y furiosa que […] de verdad tumbé al alcalde.» Su personaje paga con años de cárcel el haber atacado a un hombre blanco. Luego reaparece rota, vacía y tuerta y se convierte en la criada de la mujer del alcalde. «No soy una persona servil —afirmó Oprah—, así que hacer esa parte del papel de Sofia me costó mucho».
Spielberg estaba tan impresionado por el talento de Oprah para improvisar que amplió su papel durante el rodaje y sacó de ella una actuación magnífica, que, por desgracia, nunca igualó en películas posteriores. Pero en El color púrpura estaba soberbia. «Inolvidable», dijo Los Angeles Times. «Una fresca delicia», dijo Newsweek. « Extraordinaria», coincidió The Washington Post. Los críticos predijeron su nominación para un Globo de Oro y un Óscar a la mejor actriz de reparto. La única opinión poco entusiasta fue la de su padre: «Creo que pondría a Whoopi Goldberg primero, Margaret Avery segunda y quizá Oprah sería la tercera», declaró Vernon Winfrey.
En otoño de 1986, en mitad del rodaje, Oprah voló a Chicago para firmar contratos con King World para sindicar The Oprah Winfrey Show. En la conferencia de prensa posterior, les dijo a los periodistas: «Me entusiasma la perspectiva de derrotar a Phil [Donahue] en todo el país». Con más de cien emisoras comprometidas a emitir su programa, el día de la firma recibió una prima de un millón de dólares. Llamó a su padre, que entonces era concejal en Nasville. «¡Papá, soy millonaria! —exclamó— ¡Soy millonaria!» Volvió a Carolina del Norte y le dijo a Steven Spielberg que tendría que pensar en poner su nombre en los carteles de la película, algo que él no hizo.
«Me parece que eso le dolió profundamente a Oprah —dijo Alice Walker— y quizá fuera la razón de que se adueñara de la marquesina del teatro para el musical de El color púrpura, veinte años después». La verdad es que en la marquesina del teatro ponía: «Oprah Winfrey presenta El color púrpura.»
Su participación en la película cambió la vida de Oprah para siempre: la coincidencia en el tiempo de su nominación al Óscar y la sindicación de su programa de entrevistas produjo la tormenta perfecta para convertirla en una auténtica estrella, y Jeff Jacobs, junto con King World, montó lo que Quincy Jones describió como un «bombardeo promocional sin precedentes, que la puso en el camino para llegar donde está ahora». Oprah empezó una gira de entrevistas en la radio, la televisión, los periódicos y las revistas que duró meses, haciendo que su nombre fuera conocido desde los campos de maíz de Kansas hasta los lujosos áticos de Manhattan. Se publicaron artículos sobre ella en Cosmopolitan, Woman’s Day, Elle, Interview, Newsweek, Ebony, The Wall Street Journal y People. Las televisiones también la entrevistaron: The Merv Griffin Show, Good Morning America, un programa Barbara Walters Special, 60 Minutes, con Mike Wallace, y The Tonight Show, con Johnny Carson. También apareció en Late Night with David Letterman, y presentó Saturday Night Live. «Raras veces, en la historia de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas, alguien nominado al premio de la academia ha recibibido tanta publicidad —escribió Lou Cedrone, en Evening Sun, de Baltimore—. Desde que ganó la nominación, ha sido casi imposible coger un periódico, una revista o una publicación del sector sin encontrarte cara a cara con la imagen de Winfrey y las consabidas anécdotas.»
El debut de Oprah en el cine la lanzó más allá del reino de la televisión diurna y no pudo resistirse a disfrutar de su elevada posición. Los críticos de televisión que habían dicho de ella que era una charlatana de revistas del corazón, grande y descarada, ahora la trataban con un nuevo respeto. Ya no la relegaban a las secciones de entretenimiento de sus periódicos; su foto aparecía ahora en primera plana, con encendidos homenajes. Se convirtió en un nombre conocido en todas partes, mientras recorría el país de arriba abajo promocionándose, promocionando su película y su programa de entrevistas. Reconocía sin problemas su nueva fama («¡A que soy algo grande!, ¿eh?»), pero se negaba a actuar como si la hubiera bendecido la buena suerte.
«Fui lo bastante sensata para darme cuenta de que la película era algo muy especial —le dijo a Luther Young, de The Baltimore Sun—, y esperaba que hiciera todo lo que ha hecho por mí.»
«Sí, estoy empezando a dar la medida de lo que valgo —declaró ante Ann Kolson, de The Philadelphia Inquirer—, y es una sensación maravillosa saber que todavía no he acabado.» Perpleja, la periodista escribió: «El mundo ha sido bueno con esta enorme, ruidosa y atractiva mujer negra, de caderas temblonas, que empezó su vida en la pobreza de una granja de Misisipí».
Cuando Jeff Strickler, del StarTribune, de Misisipí, insinuó que era una «sensación de la noche a la mañana», Oprah le devolvió el golpe: «Lo que ha dicho me molesta —dijo—. Me molesta que digan eso, porque nadie llega a ningún sitio de la noche a la mañana. Estoy donde estoy igual que tú estás donde estás, debido a todo lo que has trabajado hasta este momento».
A R. C. Smith, que escribía para TV Guide, le admiró su inmensa confianza en sí misma: «Afirma haber creído, desde siempre, que para ella todo era posible, simplemente porque era así de buena». Cuando le preguntaron si iba a dejar su programa de entrevistas, Oprah respondió: «Tengo la intención de hacerlo y tenerlo todo. Quiero hacer carrera en el cine, en la televisión y en los programas de entrevistas. Así que haré películas para la televisión y para la pantalla grande y tendré mi propio programa de entrevistas. Mi vida será maravillosa. Continuaré sintiéndome realizada haciendo todas estas cosas, porque nadie me puede decir cómo debo vivir mi vida. Creo en mis propias posibilidades, es decir, creo que puedo hacer cualquier cosa que me crea capaz de hacer, y siento que puedo hacerlo todo».
Lo que sonaba arrogante en letra impresa, sólo lo parecía un poco menos en persona, porque la sonora voz y el imponente tamaño de Oprah paralizaba a quienes la oían, mientras comunicaba la clase de seguridad en sí misma que sólo un tonto pondría en duda. Sin embargo, cuando aderezaba su autobombo con una excesiva modestia, era encantadora y maravillosa.
En los días anteriores a la noche de los Óscar, bromeaba con su audiencia sobre que tendría que perder peso y encontrar un traje para camuflar «un trasero más grande que un barco». En una aparición pública en Baltimore, se presentó con un abrigo largo de zorro, teñido de púrpura, de 10.000 dólares, y un vestido púrpura lleno de lentejuelas con un profundo escote. «Estoy haciendo dieta. ¿No lo veis? —bromeó—. Unos muslos más delgados para la noche del Óscar. Unos muslos más delgados para la noche del Óscar. Esto es lo que no paro de repetirme.»
Pese a obtener unas críticas desiguales, El color púrpura recibió 11 nominaciones a los Premios de la Academia, incluyendo una para Whoopi Goldberg como mejor actriz y dos para Oprah y Margaret Avery, como mejor actriz de reparto, pero nada para Spielberg como mejor director. Esto provocó muchos comentarios, porque nunca antes se había dejado de lado al director de una película con tantas nominaciones. Añadida a ese insulto estaba la furiosa reacción de la comunidad negra, que amenazaba con hundir el éxito comercial de la cinta. La Coalition Against Black Exploitation (Coalición contra la Explotación de los Negros) boicoteaba El color púrpura por cómo presentaba a los hombres negros, y el tumulto de un debate lleno de rencor hizo aparecer piquetes en el estreno en Nueva York, Los Ángeles y Chicago. Denunciaron a Steven Spielberg por convertir una novela compleja en una insignificancia pintoresca. Atacaron violentamente a Quincy Jones por elegir a un director blanco para contar una historia de negros, y arremetieron contra Alice Walker por retratar a los hombres negros como si fueran bestias, ante el público blanco.
Hasta aquel momento, pocas películas habían causado unas reacciones racistas tan virulentas. Los columnistas y los programas de entrevistas de la radio se centraban en la polémica, las universidades negras históricas patrocinaban foros y seminarios y las iglesias negras de todo el país se llenaban de apasionados debates. Los más indignados eran los hombres afroamericanos que se sentían ultrajados por la película.
«Es muy peligrosa —declaró Leroy Clark, profesor de derecho en la Catholic University—. Los hombres [de la película] violan, cometen incesto, gritan desaforadamente, separan a la gente de su familia… Esto refuerza la idea de que los hombres negros son bestias.»
Los actores, entre ellos Oprah, se apresuraron a salir en defensa de la película, cuya excelente actuación no fue alcanzada por el vitriolo del público. «Esta película no intenta representar la historia del pueblo negro en este país, como tampoco El Padrino trataba de presentar la historia de los italoamericanos», afirmó.
«El color púrpura no se identifica, en modo alguno, con la historia de todos los hombres negros —dijo Danny Glover, uno de los actores—. Es sólo la historia de una mujer.»
Después de recibir el Globo de Oro como mejor actriz, Whoopi Goldberg desechó las protestas por «ruines».
El respetado crítico de cine Roger Ebert declaró que El color púrpura era la mejor película del año 1985, pero cuando la volvió a ver, veinte años después, incluso él reconoció que «la película es muy explícita en su convicción de que las mujeres afroamericanas son fuertes, valientes, sinceras y resistirán, pero también lo es en afirmar que los hombres afroamericanos son débiles, crueles o caricaturas cómicas». Con todo, encontró humanidad en la historia de cómo Celie resiste y, finalmente, encuentra la esperanza.
Llegó la noche de los Óscar, pero los muslos de Oprah no habían adelgazado. De hecho, dijo que había sido necesario que cuatro personas la tumbaran en el suelo para embutirla en el vestido y que, al final de la noche, tuvieron que recurrir a las tijeras para poder quitárselo. «Fue la peor noche de mi vida. […] Metida en aquel vestido toda la noche, sin poder respirar. Tenía miedo de que reventaran las costuras.» Cuando Lionel Richie apareció en su programa, le dijo que parecía nerviosa en los Óscar: «Bueno, mira, no hay muchas caras negras en los Óscar —respondió Oprah—. Así que, en cuanto entras, todos se vuelven a mirar. “¿Ese es Lionel Richie? No. No es Brenda Richie. ¿Quién es? Es no sé qué chica negra con un vestido muy ajustado”, eso es lo que dicen. Y por eso yo estaba tan incómoda. Pensaba: “¡Dios mío! ¡Lionel Richie me va a ver con este vestido!”. Era el vestido más ajustado que ha conocido mujer alguna. Fue una noche horrible.»
Oprah perdió el premio a la mejor actriz de reparto que lo ganó Angelica Huston (por su papel en El honor de los Prizzi y, en una de las exclusiones más asombrosas de la historia de la Academia, El color púrpura no ganó ni una de sus once nominaciones, mientras que Memorias de África se llevaba siete premios, entre ellos el de mejor película. «No podía pasar la noche fingiendo que no pasaba nada porque El color púrpura no hubiera ganado ni un Óscar —confesó Oprah—. Estaba cabreada y pasmada.»
Whoopi Goldberg culpó a la NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color) de Hollywood: «Destruyeron las posibilidades que teníamos yo, Oprah, Margaret Avery, Quincy, todos… Estoy convencida. Y los negros de Hollywood pagaron el precio durante muchos años. Porque después de la que se armó, los estudios no quisieron hacer más películas de negros, por miedo a los piquetes y los boicots».
Con todo, el fracaso de la película no enfrió las intenciones de Oprah de convertirse en una gran estrella: «Cuando hablen de grandes estrellas, tendrán que decir mi nombre. “Meryl… Oprah”. “Hepburn… Oprah”. Eso es lo que quiero. Yo soy actriz, eso es lo que soy. No me pagan por actuar. Pero nací para actuar». Continuó con su campaña publicitaria mucho después del estreno de la película, y acumuló montones de artículos reverenciales para el lanzamiento de su programa de entrevistas en septiembre 1986. La cobertura laudatoria de los medios tuvo su primer tropezón cuando Tina Brown, editora de Vanity Fair, encargó al periodista Bill Zehme que hiciera la semblanza de Oprah. Zehme la acompañó en sus visitas a la crème de la crème, y describió a Oprah como una persona «con una sensualidad descarada» que manoseaba las posesiones de los ricos de Chicago y hurgaba en los armarios, contando sus zapatos.
«Era como una niña pequeña, corría arriba y abajo por mi piso, exclamando “¡Ooh” y “¡Aah!” —comentó Abra Prentice Anderson Wilkin, la heredera de los Rockefeller. Sugar Rautbord, una figura muy conocida en la alta sociedad de Chicago, que había hecho el perfil de Oprah para Interview, la revista mensual de Andy Warhol, afirmó: «Hay un hambre maravillosa en ella. Algunas personas anhelan ser libres. Oprah anhela ser rica».
Oprah no le ocultó su afán de posesiones a Zehme, que escribió que, ya en la primera hora de su encuentro, le dijo que era millonaria. «“Ya sabía que sería millonaria antes de cumplir los treinta y dos años”, decía una y otra vez… A la segunda hora, ya había añadido, hinchándose con determinación: “Con toda seguridad, tengo la intención de ser la mujer negra más rica de los Estados Unidos. Tengo intención de ser una magnate”.» Zehme captó la obsesión de Oprah por el dinero, pero le faltó la sensibilidad para observar que, para una descendiente de esclavos, el dinero significaba liberarse de la servidumbre para siempre.
Oprah le habló de sus muchos abrigos de pieles («¡Mira, los armiños nacieron para morir!») y de sus enormes ingresos («Desprendo dinero. ¡De verdad que desprendo dinero!»). Abrió las puertas de su condominio a la orilla del lago, valorado en 800.000 dólares, un palacio de mármol, con una grandiosa araña de cristal en el vestidor y barrocos cisnes dorados en los grifos del baño, y lo llevó al dormitorio, con su vista panorámica de la ciudad.
«En estos momentos está tumbada, desmadejada, a través de la cama y yo me siento a los pies —escribió, mientras Oprah continuaba con su monólogo de yo-yo-yo—. “Es que, mira, en realidad, yo trasciendo la raza. Creo que apunto más alto. Lo que hago supera el campo de los parámetros cotidianos. Soy profundamente efectiva. La respuesta que recibo en la calle […] quiero decir que Joan Lunden [ex presentadora de Good Morning America ] no lo tiene y lo sé. Sé que la gente me quiere, me quiere, me quiere. Se produce un vínculo del espíritu humano. Soy capaz de conseguir una conciencia completa… Eso es lo que hago.»
Zehme la describe como «una gata glamurosa de tamaño económico» y «una amalgama hipercinética de Mae West, el Reverendo Ike, Richard Simmons y Hulk Hogan», menciona su sello distintivo «los pendientes big mama» y la manera en que «deja caer nombres importantes sin ningún reparo; el más frecuente es “Steven”, su director en El color púrpura».
Lo que le resultó más curioso al periodista fue su conquista del complejo Kennedy en Hyannisport, a través de su amistad con Maria Shriver, a quien conoció en Baltimore. En 1986, en la boda de Shriver con Arnold Schwarzenegger, pidieron a Oprah que recitara «How Do I Love Thee?», el poema de Elizabeth Barrett Browning, y le contó a Zehme que los otros únicos oradores en la ceremonia del mes de abril fueron los padres de la novia y su tío, el senador Ted Kennedy. Más tarde, Oprah dijo que jugó a las charadas en casa de Ethel Kennedy y que tuvo varias charlas íntimas con Jacqueline Kennedy Onassis.
«Hablamos de la vida, las permanentes y la espiritualidad —afirmó Oprah—. Me conmovió.» También mencionó que había enviado a Eunice Shriver y Ethel Kennedy réplicas de un chaquetón marinero, de cuero, valorado en 650 dólares, que había llevado aquel fin de semana, porque las dos lo habían admirado. «Adoro a esa familia», dijo.
Años más tarde, pocos invitados a la boda se acordaban del recitado de Oprah con tanta claridad como recordaban el apoyo prestado por Arnold Schwarzenegger a Kurt Waldheim, presidente de Austria, que había sido acusado de participar en crímenes de guerra nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Durante la recepción de boda, Schwarzenegger recorrió toda la extensión del césped de Hyannisport, cargado con una gran figura, hecha de papier-mâché, de él mismo, vestido con lederhosen, y de su esposa que llevaba un dirndl. «Quiero que todos vean el regalo de boda que acabo de recibir de mi gran amigo Kurt Waldheim —informó Schwarzenegger a la multitud de jueces, sacerdotes y políticos—. Mis amigos no quieren que mencione el nombre de Kurt, por todo ese reciente asunto nazi…, pero yo lo quiero y Maria también, así que gracias, Kurt.» Waldheim no pudo asistir a la boda porque había sido declarado oficialmente persona non grata en los Estados Unidos.
Cuando Bill Zehme entregó a Vanity Fair su artículo sobre la «generosamente construida, negra y ruidosa Oprah Winfrey», con su «gran sonrisa, de gruesos labios», Tina Brown lo eliminó porque «no quería agitar tormentas raciales en un vaso de agua», dijo alguien que participó directamente en la decisión de la dirección. Le pagaron a Zehme todo lo acordado y lo alentaron a publicarlo en algún otro sitio. El artículo apareció en el número de la revista Spy, de diciembre de 1986.
Si el perfil no tenía un tono sexista, o ni siquiera racista, sí que era elitista: Zehme parecía hacer trizas a Oprah por estar gorda, ser famosa y tenérselo muy creído, algo que quizá Zehme habría aceptado de un hombre blanco gordo, famoso y muy creído. Dominada por sus propias declaraciones mesiánicas, Oprah reaccionó con buen humor y le envió una nota que decía: «Querido Bill, te perdono. Oprah». Zehme le envió unas flores para desagraviarla, pero ella nunca respondió. No debería haberle sorprendido, después de escribir sobre «anfitrionas críticas que se quejaban de que Oprah nunca contestaba a las invitaciones y que suponen que ella no tiene ni idea de la etiqueta que rige las notas de agradecimiento». Años después, cuando Oprah llegó a ser omnipotente, Zehme trató de distanciarse de la semblanza que escribió y no la incluyó en una colección de sus escritos publicados. Pero, con Oprah, no le sirvió de nada. No volvió a dirigirle la palabra.
Años más tarde, cuando Tina Brown dejó Vanity Fair para trabajar en The New Yorker, decidió, de nuevo, encargar un retrato a fondo de Oprah. Llamó a la escritora Erica Jong. «Tina sabía que yo conocía a Oprah; nos conocimos en la sauna del Rancho La Puerta, muchos años antes, y hablamos de lo difíciles que eran los hombres. Me invitó a su programa de Baltimore, y fui… Oprah era entonces muy cálida y dulce.»
Sin embargo, ahora, Oprah desconfiaba. Se sentía atacada por un artículo de primera plana, publicado en The New York Times Megazine, titulado « La importancia de ser Oprah» y escrito por Barbara Grizzuti Harrison. Si años atrás el dardo de Bill Zehme había rozado al sólido barco Oprah, el torpedo de Harrison había alcanzado de lleno el casco: la periodista no sólo declaraba que la franqueza de Oprah era más aparente que real, sino que, además, etiquetaba de ‘disparatadas’ las declaraciones New Age de Oprah, y de extremado, su egoísmo. Además, afirmaba que el mensaje de Oprah («puedes nacer pobre, negra y mujer y llegar a lo más alto»), era una manera fraudulenta de comprar a su público blanco:
En una sociedad racista, la mayoría necesita y busca, de vez en cuando, la prueba de que es querida por la minoría a la que desde hace mucho tiempo oprime, teme exageradamente o desprecia. Necesita recibir ese amor, y necesita, a su vez, dar amor, a fin de creerse buena. Oprah Winfrey —una zona desmilitarizada formada por una única persona— ha servido a ese propósito.
Lo más condenatorio era la valoración que la periodista hacía de la peligrosa influencia de Oprah en los millones de sus espectadores «que, solitarios y sin información, se sustentan en ella, de esa vibrante presencia en su sala de estar a la que llaman ‘amiga’». Era evidente que Barbara Grizzuti Harrison no creía que un falso consuelo fuera mejor que ninguno.
Acostumbrada a ser la niña mimada por los medios y a recibir elogios, Oprah se puso furiosa. No era sólo la mordacidad de la periodista ni su desdén hacia lo que llamaba la «superficialidad» de Oprah, sino también el prestigioso lugar donde había aparecido el artículo. Que te hagan trizas en una revista satírica como Spy es una cosa, pero que te diseccionen en la portada de la revista dominical más importante del país era intolerable.
«Oprah estaba furiosa por el artículo —declaró Erica Jong— y me dijo que no quería que nadie escribiera sobre ella, en especial una mujer blanca, en una publicación blanca. “No tengo ninguna necesidad de que una revista para blancos me canonice”, afirmó. Le aseguré que yo no iba a escribir nada negativo sobre ella, pero no se fiaba de Tina Brown.»
«”¿Y si te dice que incluyas comentarios acerados? ¿Podrás resistirte?”. Me dijo que se lo pensaría y que me volvería a llamar, y lo hizo, pero al final no pude garantizarle el control editorial que me exigía».
Más adelante, cuando Tina Brown dejó The New Yorker y puso en marcha la revista Talk, quiso de nuevo hacer un perfil de Oprah. Se reunió con varios directores artísticos para hablar de posibles portadas y dijo: «Oprah se lo tiene muy creído. […] ¿Quién demonios se cree que es? Hagamos Oprah Papa-rah». Los artistas prepararon una falsa portada de la negra cara de Oprah, medio tapada con la blanca mitra ceremonial del Pontífice. «No pudimos poner toda la cara en la portada, porque teníamos que dejar espacio para un enorme y grueso halo», dijo uno de los artistas. Pero el retrato nunca llegó a escribirse porque, para entonces, Oprah ya había dejado de conceder entrevistas.
Después de que Talk se viniera abajo, Brown escribió un libro sobre Diana, princesa de Gales, pero no consiguió que la invitaran a The Oprah Winfrey Show. Cuando inició su página de noticias en la web, The Daily Beast, de nuevo atacó a Oprah diciendo que en 2008 se había dejado engañar por unas memorias del holocausto que recomendó en su programa, y que resultaron ser falsas: «Hay que preguntarse por qué el elevado presupuesto del programa no da para tener a alguien que, por lo menos, compruebe los datos», escribió Brown. En 2009 mostró su desdén hacia Oprah diciendo que era «una gigantesca franquicia empresarial», cuya «autenticidad no puede evitar convertirse en algo manufacturado». Escribió que Oprah se había convertido en una marca, que ya no era una persona. «Igual podría poner una R dentro de un círculo junto a su nombre.»
Más adelante, ese mismo año 2009, el Daily Beast de Brown dedicó toda una página a «La mala prensa de Oprah», con enlaces a artículos sobre la demanda por 1,2 billones de dólares, presentada por plagio por un poeta contra Oprah; la demanda de una azafata del avión privado de Oprah que afirmaba que ésta la había despedido injustamente; dos muertes en un retiro espiritual dirigido «por un autor aprobado por Oprah»; el escándalo sexual en la escuela de Oprah en Sudáfrica y los «desacertados consejos» de Oprah de la que dijo: «No es médico, pero hace ese papel en televisión...».
Al igual que el inspector Javert que persigue a Jean Valjean en Los Miserables, Tina Brown parecía algo más que obsesionada con Oprah, pero cuando le pidieron que hablara de ello, evitó cualquier polémica posterior y, a través de su secretaria, respondió diciendo: «Tina nunca ha sido una estudiosa de Oprah y no tiene tiempo para malgastar contestando preguntas sobre ella».






