Introducción

 

 

 

Ningún otro país de Occidente tiene una historia tan larga, extraordinaria, exótica y llena de altibajos como España, y ninguna otra historia ha suscitado tanta controversia y denuncia —en el extranjero y aquí— como la de este país, que a menudo ha sido objeto de tergiversación y de una nefasta comprensión. Aunque la animadversión contra España, tan intensa durante siglos, prácticamente ha desaparecido, en ninguna otra nación de Occidente la versión negativa de su pasado ha sido tan extensamente asimilada.

La historia siempre es un asunto complicado que genera fuertes debates como consecuencia de la investigación y de los cambios de perspectiva. Aunque el término «revisionismo» tiene un cariz negativo para numerosos historiadores y comentaristas españoles, el revisionismo serio, empírico y objetivo es fundamental en una disciplina que debe estar sometida constantemente a la mejora y el enriquecimiento. Como dijo Marcelino Menéndez Pelayo, «nada envejece tan pronto como un libro de historia. El historiador está condenado a ser un estudiante perpetuo». Los que no reconocen la verdad de esta frase no pueden considerarse buenos historiadores.

Existe controversia no tanto sobre cuándo empieza la historia de España, sino sobre cuándo comienza la historia de los españoles; es decir, la discusión principal no es sobre la historia de un territorio concreto, sino sobre cuándo se inicia la historia de un determinado grupo de gente con una cultura reconocible. Es evidente que los primeros datos escritos son de época romana, así como muchas de las raíces fundamentales, como la lengua y la religión. Los visigodos constituyeron el primero de los nuevos reinos germánicos —el primer estado independiente que dominaba toda la Península— y lograron cierta identidad (aunque limitada) con una monarquía institucionalizada, una estructura eclesiástica bien organizada y un cuerpo de leyes unido. Sin embargo, Américo Castro insistió en que «los visigodos no eran españoles», y tenía razón. Las instituciones y estructuras perdurables, una cultura singular y el empeño histórico propio y característico surgieron a partir del siglo VIII, tras la conquista islámica. Esta, y, sobre todo, la reacción posterior contra ella, constituyeron los factores formativos y distintivos de la historia de España. Lo verdaderamente singular y determinante fue el largo proceso, con frecuencia interrumpido, conocido como Reconquista, que no tiene equivalente en la historia de ningún otro país del mundo. Es cierto que son muchas las naciones que descubrieron tierras y crearon imperios en ultramar —aunque España fue la primera—, pero ninguna perdió la mayor parte de su territorio y de su población por la invasión de otra civilización, que además implantó una religión y una cultura exóticas, y, posteriormente, a partir de una pequeña minoría de la población peninsular, consiguió no solo reconquistar todo el territorio, sino, además, restablecer su religión y su cultura. José Ortega y Gasset, filósofo especialmente hábil con las palabras, dijo en cierta ocasión que «no se puede llamar reconquista a algo que duró ocho siglos». Pero ¿por qué no? Hay procesos históricos de todas las extensiones, algunos muy breves y otros extremadamente largos.

La invasión islámica dejó muy débil y fragmentada la pequeña zona de la Península que los musulmanes no quisieron o no pudieron conquistar, y, de hecho, los nuevos principados cristianos no lograron un Estado unido hasta el final de la Reconquista. El proceso fue interrumpido con frecuencia, y aunque al principio no constituyera, ni mucho menos, un ideal o una meta para la mayoría de sus protagonistas, al final llegó a ser una realidad coronada con el éxito total.

Actualmente está de moda decir que España no es ni una nación ni una cultura, y que la palabra hace referencia tan solo a un Estado y a un territorio geográfico. Es cierto que el problema de la unidad ha sido fundamental en la historia del país, resuelto —y solo en parte— por la gran Monarquía Hispánica de los siglos XVI y XVII, y posteriormente por su sucesora, la monarquía borbónica del siglo XVIII. Pero en la Edad Media, como ha demostrado José Antonio Maravall, ya había una identidad general —y no meramente geográfica— formada por aspectos importantes de la cultura, las instituciones y las leyes, por las relaciones entre las distintas dinastías, por el traslado de la población y, en ocasiones, por una empresa común. En los siglos XVI y XVII nadie dudaba de que España era una sola entidad y, además, bastante temida. Todos los sujetos de la monarquía se llamaban a sí mismos «españoles», y así eran conocidos en otros países. Sin embargo, no había un Estado completamente unido que tuviera las mismas instituciones y leyes para todos sus habitantes. La Monarquía Hispánica de los Trastámara y los Habsburgo fue una monarquía «compuesta», una condición que, de un modo u otro, existía en casi todas las monarquías europeas de la época. Alemania, por ejemplo, tenía muchas más jurisdicciones internas diferentes, si bien es cierto que España, aunque nación histórica y una de las más antiguas de Occidente, encontró muchas más dificultades para transformarse plenamente en una nación moderna, sobre todo desde un punto de vista político.

Los primeros siglos de la España histórica —siglos VIII-X— fueron tiempos difíciles, de lucha por la supervivencia y por la autoafirmación y expansión, pero, al fin y al cabo, se superaron con bastante éxito. Es destacable que el siglo VIII coincida con la transición desde la Antigüedad tardía —crepúsculo de la época romana— hasta lo que mucho después se llamaría la nueva civilización occidental o, en el típico lenguaje historiográfico confuso, la Edad Media. Fue el siglo en el que se formaron nuevos reinos y nuevas instituciones, y se iniciaba una nueva cultura. En efecto, la aparición histórica de España formó parte de esa eclosión inicial de Occidente.

Si esta primera fase de la historia de España es la historia de un comienzo, de cómo se implantaron nuevas instituciones y se crearon una sociedad y una cultura también nuevas —al tiempo que se luchaba por la supervivencia—, la segunda fase, que va desde el siglo XI hasta el XIII, fue la época del asentamiento de dichas instituciones, de la expansión de esa sociedad en términos culturales y económicos y, sobre todo, de la continuación de la Reconquista —la «Gran Reconquista»— del siglo XIII. No obstante, previamente los reinos hispánicos tuvieron que hacer frente a la segunda y tercera invasiones islámicas, ambas estrictamente marroquíes, puesto que la época árabe había finalizado. Pese a las diversas derrotas —algunas aplastantes— que sufrieron los reinos cristianos, al final se produjo la expulsión del último imperio magrebí y la liberación de casi toda la Península, con la excepción del emirato de Granada, parapetado tras sus montañas.

La tercera fase —los siglos XIV y XV— fue una época marcada por las periódicas crisis políticas y demográficas, por las luchas internas y por la disminución de la población a manos de la llamada «muerte negra», es decir, la plaga bubónica del siglo XIV. Sin embargo, todos estos desafíos se superaron con éxito y se produjo un crecimiento en todas las esferas —cultural, económica y demográfica— tras la unión de las coronas de Castilla y Aragón con el matrimonio de Isabel y Fernando. De ese modo se fundó una monarquía unida (aunque no una nación del todo unida) que enseguida emprendió la liberación del último rincón de la Península que seguía ocupado por los musulmanes en una guerra que duró diez años, de 1482 a 1492. Este último fue el gran annis mirabilis de España: en enero tuvo lugar la rendición de Granada y, en el otoño, Cristóbal Colón volvió de su primer viaje a América, lo que supuso el inicio de la gran expansión de la civilización occidental, un paso de gigante hacia la unificación —tras numerosos conflictos— de la raza humana.

El tercer acontecimiento clave sucedido en 1492 fue la expulsión de los judíos, que también constituyó un paso hacia la unificación, pero en este caso de una forma mucho más excluyente y negativa. Lo cierto es que España, durante sus primeros siglos, había sido, con mucho, el país más tolerante de Occidente. No se trataba, como dicen algunos utópicos, de que hubiera una sociedad verdaderamente «multicultural» y tolerante, ya que la cultura hispano-cristiana fue siempre la dominante frente a las de judíos y musulmanes, aunque es cierto que estos gozaban de una notable libertad dentro de sus esferas, claramente delimitadas. Entretanto, el concepto de lo «moderno» había surgido entre los pensadores occidentales, lo que se tradujo en unidad e intolerancia con la expulsión de los judíos de Inglaterra y Francia durante los primeros años del siglo XIV. En España también hubo intolerancia, pues durante el siglo XV se alentó la conversión de la mitad de la población judía. Estos «conversos» españoles constituyeron un grupo de enorme importancia desde un punto de vista socio-cultural, aunque el recelo y el resentimiento no se hicieron esperar y se les tachó de «judaizantes». Para hacer frente a este problema, en 1480 se crearon los primeros tribunales de la Inquisición, diseñada para erradicar la herejía entre católicos. Pero, mientras la presión aumentaba, se insistía en la idea de que nunca se podrían eliminar las prácticas judaizantes entre conversos si antes no se expulsaba a los judíos que seguían aferrándose a su religión. De ese modo, uno de los sectores más creadores de la población de España, por pequeño que fuera, fue desterrado, un hecho que supuso la primera inversión destacable de la historia del país, aunque no sería la última. Después de varios conflictos y revueltas, se expulsó a la minoría de musulmanes que quedaba —más de trescientos mil— en la primera parte del siglo XVII.

Fue entonces cuando llegó una época de plenitud, la «Edad de Oro», y no solo en el plano cultural, sino también en el político y militar, afianzándose la influencia internacional del país. Durante más de un siglo, España fue la primera potencia militar del mundo, líder cultural y religioso de la Contrarreforma (o la Reforma católica, si se quiere) y de la resistencia a la expansión islámica, ahora en la forma del Imperio otomano. La dinastía reinante de los Habsburgo poseía el imperio europeo más extenso de toda la historia de Occidente y, al mismo tiempo, los españoles crearon el primer gran imperio de ultramar, el primero de carácter verdaderamente mundial.

El imperio europeo se alcanzó, sobre todo, por medio de la unión dinástica y la herencia, no por la conquista, y su mantenimiento a largo plazo implicaba un esfuerzo inmenso que no podía sostenerse. Se entregó toda la parte centroeuropea a la rama austriaca en 1556 —una decisión astuta y prudente—, pero, posteriormente, la Corona estuvo envuelta en conflictos de diverso signo durante un siglo y medio para conservar los territorios en los Países Bajos, Italia y Francia, hasta, al fin, perderlos definitivamente en 1714.

Durante los tres últimos siglos, el imperio español de los Habsburgo ha sido uno de los temas predilectos para historiadores y comentaristas de toda índole cuando desean señalar un ejemplo clásico de «sobrecarga imperial». Del mismo modo, los analistas del país, a partir del siglo XIX, han ofrecido conclusiones parecidas, con el argumento de que la herencia de los Habsburgo distorsionó la historia de España, condenando al país a una guerra interminable que tan solo sirvió para malgastar el tesoro del imperio y consumir recursos de un modo inútil; es decir, una gran lucha dinástica que en absoluto benefició a los intereses de España, sino que los subvirtió.

Precisamente fue durante este periodo de lucha cuando se formó la primera imagen de los españoles en el extranjero, una visión que sería bautizada por Julián Juderías en 1914 con la etiqueta de «leyenda negra», según la cual los españoles eran hombres fanáticos, tiránicos, crueles y sádicos. Es una ironía de la historia que el texto que se utilizó como argumento principal para la construcción de esa leyenda negra fuera la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552),del padre Bartolomé de las Casas, un fraile dominico español que puso todo su empeño en la defensa de los indios. También resulta irónico que la leyenda negra sea el primer caso —y el modelo— de la corrección política en la época moderna, una forma de entender la historia que cuatro siglos más tarde sería usada por los «buenistas» para entender la cultura tradicional occidental —con su componente de denuncia generalizada— de la que España es solo una modesta parte.

Se puede afirmar que existen dos claras singularidades en la historia de la civilización de Occidente. La primera es que ha sido la única que ha llegado a tener un carácter mundial, como ocurrió en los siglos XIX y XX. La segunda es que solo Occidente ha conocido dos épocas culturales opuestas entre sí: el milenario «viejo Occidente» —del siglo VIII al XVIII—, basado en la religión (el cristianismo y, sobre todo, el catolicismo), si bien privilegió, como no lo hizo ninguna civilización anterior, el pensamiento crítico, la educación, la ciencia y la tecnología; y el «Occidente moderno» —a partir del siglo XVIII—, basado en el racionalismo, en la ciencia como instrumento de saber dominante y en un mundo espiritual cada vez más secularizado. La transición entre las dos épocas fue, al principio, asimétrica e incierta, con grandes variaciones en función de los distintos países.

Pero volviendo al caso concreto de España, la segunda singularidad de su historia, después de la Reconquista, es que fue el país de Occidente que más dificultades encontró para llevar a cabo la transición entre las dos épocas y culturas anteriormente citadas (algunos utilizarían el mismo argumento en el caso de Rusia, pero este no es un país occidental propiamente dicho). En cierto modo, esa transición, con las trasformaciones correspondientes, constituyó el problema nacional por excelencia durante más de tres siglos, desde mediados del siglo XVII hasta, aproximadamente, 1980. Así, España pasó por cinco fases: la llamada «decadencia» del siglo XVII; el reformismo borbónico del XVIII; el conflicto liberal del XIX; la lucha revolucionaria y autoritaria de 1900 a 1975 y, finalmente, su resolución durante la democracia monárquica desde 1975/1980 hasta nuestros días.

El siglo XVII estuvo marcado por un declive generalizado: regresión demográfica, deterioro como potencia militar, pérdida de territorios europeos desde 1659, estancamiento espiritual y religioso, y decadencia cultural tras la muerte de Calderón de la Barca en 1681. Sin embargo, algunos historiadores opinan que el término «decadencia» no es el más adecuado, puesto que se conservaba una «constitución» no escrita, se mantenían las leyes e instituciones, el imperio de ultramar seguía su curso y no se experimentó una distorsión profunda en los valores religiosos y morales. Esta apreciación me parece acertada, al menos hasta cierto punto. Lo que en realidad tuvo lugar fue un declive en el vigor militar y cultural, así como un descenso de la producción y de la población, aunque en los últimos años del siglo se produjo una notable recuperación en algunos de estos campos. Por supuesto, sí se perdió para siempre la posibilidad de volver a ser una potencia internacional de primer orden, y la razón de ello no se halla tanto en las diversas derrotas militares que se sufrieron como en la ausencia de una transformación interna del país que hubiera permitido el desarrollo de una economía más moderna, de un sistema educativo más avanzado y de una sociedad más productiva. De hecho, a partir de la segunda mitad del siglo XVII, el problema de la modernización del país se convertiría en un asunto clave (si se compara con el caso de Rusia, esta sí consiguió transformarse, aunque de forma limitada, y mantenerse como una potencia internacional. Sin embargo, la cultura y la sociedad apenas avanzaron, y debemos tener en cuenta que, sobre todo, Rusia competía en un entorno oriental y, por tanto, sus desafíos fueron menores al no tener la amenaza constante de Francia e Inglaterra). En efecto, a finales del siglo XVII se creó el segundo gran estereotipo del español abúlico, indolente y autocomplaciente, más preocupado por su estatus social que por las cuestiones prácticas y productivas, incapaz de competir en un mundo moderno y con pocas ganas de intentarlo.

El régimen borbónico del siglo XVIII pretendió rectificar esta situación, al menos hasta cierto punto. El periodo de 1715-1808 fue el más tranquilo de toda la historia de España, lo que permitió emprender algunas reformas. La Corona recuperó parte de su prestigio internacional y durante algunos años contó con la tercera Armada más importante del mundo. Sin embargo, la sociedad seguía siendo excesivamente tradicional —como, por otro lado, lo era una gran parte de Europa— y las transformaciones no fueron definitivas. El país creció, tanto en población como en productividad, pero el avance fue más cuantitativo que cualitativo. De hecho, la resistencia a la invasión napoleónica (1808) que acabó con este periodo dependió más del pueblo llano y tradicional que de las instituciones oficiales.

La Guerra de la Independencia —contienda hercúlea que duró seis largos años, desde 1808 hasta 1814— supuso el mayor trastorno para el país hasta 1936. La mayor parte del territorio español fue ocupado por las tropas francesas y la resistencia fue enormemente violenta y tenaz: murieron cientos de miles de personas (proporcionalmente más que en las guerras coloniales y civiles posteriores), se saqueó el tesoro artístico nacional y se destruyó una parte considerable de la riqueza nacional. En estos años los españoles acuñaron dos neologismos fundamentales que a partir de entonces todo el mundo utilizaría: la resistencia armada popular se llamó la «guerrilla», y a los protagonistas de la reforma política se les denominó «liberales», términos que rápidamente pasaron al inglés y a otras lenguas. Aunque costaría una generación entera recuperarse de los estragos de la guerra, esta ofreció la oportunidad de romper los moldes políticos del Antiguo Régimen. Así, en 1810 se celebraron las primeras elecciones modernas del país y se redactó la primera Constitución liberal y representativa (la de Cádiz de 1812). Es cierto que esta Carta Magna estuvo en vigor muy poco tiempo (la restauración de Fernando VII acabaría con ella y marcaría el inicio de una nueva época), pero sirvió de ejemplo e inspiración a muchos otros países del centro, sur y este de Europa, así como a algunos de Hispanoamérica.

En el siglo XIX se produjo una modernización acelerada, aunque con altibajos notables. Se perdieron casi todas las tierras de América, y no a manos de una potencia enemiga, sino por la propia incapacidad del Estado, que durante unos años dejó de existir, lo que permitió —con cierta ayuda británica— que los territorios de ultramar se liberaran a sí mismos. Entre 1808 y 1875 el país vivió un tiempo de constante convulsión política, incluso más que Francia, y se ensayaron nuevos modelos que fracasaron. Estas iniciativas llevaron a la aparición de la «moderna contradicción política española»; es decir, se intentó introducir modelos muy avanzados en una sociedad semitradicional, con una economía poco productiva y un sistema educativo inadecuado. Aun así, el siglo terminó con una monarquía parlamentaria estable que permitió alcanzar importantes logros de carácter cívico.

La España decimonónica ha atraído la atención de infinidad de comentaristas que con frecuencia han llegado a conclusiones exageradas. Antes de 1875, los experimentos políticos difícilmente habrían podido tener éxito, pues el ritmo del desarrollo económico era demasiado lento si se compara con el de otras economías mucho más dinámicas. Pero, al menos, no se perdió terreno, y los avances fueron innegables. Aunque el siglo terminó con el inicio de lo que con frecuencia se ha llamado una «Edad de Plata» en el ámbito cultural, el principal fracaso se produjo en el campo de la educación, donde las profundas limitaciones de la época se verían claramente plasmadas, marcando muchas de las decisiones políticas que se tomaron en el siglo siguiente.

Durante la primera mitad del siglo XIX surgió el tercero de los grandes estereotipos, el del español romántico —como consecuencia del romanticismo cultural europeo propio de la época—, que lo consideraba valiente y heroico, cargado de grandes ideales y espiritualidad, apasionado, con un fuerte sentido del honor y un agudo sentido estético. Pero esta imagen también tenía su lado «oscuro», pues se pensaba que el español era un hombre atrasado y muy tradicional, características que, no obstante, les resultaban atractivas a todos aquellos viajeros de mentalidad romántica que, decepcionados con el progreso moderno y materialista que se vivía en ciudades como Londres, París o Nueva York, optaban por visitar y recorrer el país. El famoso Spain is different —país de toros, mantillas y flamenco— perduró durante gran parte del siglo XX y, de hecho, fue un lema bien aprovechado por la dictadura de Franco y su «desarrollismo» económico, sobre todo en lo que a la industria turística se refiere.

El siglo XX nació bajo la sombra de 1898; esto es, con un claro sentido de fracaso nacional. La idea de que España era un «problema» surgió mucho antes (algunos dirían que con los «arbitristas» del siglo XVII), pero, al menos, durante la primera mitad del siglo XIX sí hubo cierto optimismo y se pensaba que el país se encontraba en el buen camino. El pesimismo, en realidad, comenzó con las convulsiones del llamado «sexenio democrático (1868-1874), marcado por las guerras carlistas, el cantonalismo republicano y la Guerra de Cuba. Pero, sea como fuere, las primeras décadas del siglo XX constituyeron una época de crecimiento económico y de modernización, que se aceleraron durante la Primera Guerra Mundial, en la que, sensatamente, España fue neutral, y, sobre todo, en los «felices años veinte», momento en que el país experimentó un desarrollo que no se superaría hasta pasadas dos décadas.

Desde un punto de vista político, el primer tercio del siglo XX estuvo dominado por la «cuestión social» y por el problema de la democratización, que pronto se reflejaron en el proceso revolucionario de la Segunda República. Puede afirmarse que la principal ruptura cívica tuvo lugar en 1923 —no en 1931 ni en 1936—, porque la imposición de la primera dictadura española moderna, la del general Miguel Primo de Rivera, quebró el proceso de reforma y desarrollo pacífico implantado por la monarquía parlamentaria. Posteriormente, la Segunda República, en lugar de reanudar el reformismo moderado anterior, produjo una segunda ruptura que rápidamente desembocó en un proceso revolucionario.

El «revolucionismo» violento fue bastante característico de la Europa de la primera mitad del siglo XX, aunque en España las tendencias políticas iban a contracorriente. Por lo general, en los años treinta la orientación en Europa estaba hacia la derecha, no así en España, donde predominó la radicalización de la izquierda. Esto se explica por dos motivos: el primero es el especial ritmo político de España a raíz de su neutralidad en la Primera Guerra Mundial, que hizo que el país no viviera la radicalización que sí se produjo en Europa tras el conflicto; y el segundo, el inmenso poder de la revolución en lo que a expectativas o aspiraciones se refiere. Las primeras décadas del siglo constituyeron un periodo marcado por el crecimiento, el más notable en la historia de España, que se vio estimulado por la democratización del país durante la Segunda República, lo que desembocó en un gran auge de las aspiraciones populares. Posteriormente llegó una fase de depresión, que duró varios años, con la derrota electoral de las izquierdas y el final de la insurrección revolucionaria socialista de 1934. Sin embargo, estas frustraciones se superaron rápidamente gracias a la victoria del Frente Popular en las elecciones de 1936, lo que provocó el estallido de las aspiraciones revolucionarias. La experiencia de España se adecua perfectamente a la teoría de la revolución de Alexis de Tocqueville, aplicable también a la Francia de 1789 y a la Rusia de 1917.

La Guerra Civil (1936-1939) fue la peor convulsión sufrida por el país desde la Guerra de la Independencia contra Napoleón, y no solo por la pérdida de vidas, sino por el propio carácter del conflicto; es decir, una guerra civil revolucionaria/contrarrevolucionaria —y de las peores— donde el odio y la crueldad destacaron sobremanera. El número de ciudadanos muertos no fue muy superior, en términos porcentuales, al de fallecidos durante la primera guerra carlista (1,2 % frente al 1,1 %), si bien es cierto que esta duró casi siete años y que la mayor parte de las bajas fueron militares, mientras que en la de 1936-1939 prácticamente la mitad de los muertos fueron ejecuciones políticas de civiles. Los periodistas extranjeros en ocasiones se refirieron a la «inexplicable crueldad» de los españoles y a su sádico «culto a la muerte», regresando en cierto modo a la leyenda negra, pero se olvidaban de que el horror era un elemento común de todas las guerras civiles revolucionarias que se produjeron en Europa durante la primera mitad del siglo XX.

Tras el conflicto llegó la larguísima dictadura de Franco, sostenida por una represión extrema durante los primeros años, aunque finalizó, para sorpresa de muchos, con la modernización definitiva del país en todos los sentidos, salvo el político. Y aún hubo otra sorpresa cuando los reformistas de la dictadura lograron transformarla en un sistema democrático. Este proceso tuvo su lado más débil en la estructuración autonómica, pero por primera vez en la historia se resolvía el problema de la eterna «contradicción política española». Durante varias generaciones, el país tuvo estructuras políticas demasiado avanzadas para su base social, económica y educativa. Sin embargo, en los últimos años de la dictadura, la situación era precisamente la contraria: un régimen político mucho más retrógrado que la sociedad sobre la que se sustentaba.

En 1993, el politólogo norteamericano Francis Fukuyama publicó el libro titulado El fin de la historia, donde desarrolla la idea de que la democracia liberal es la forma culminante de la evolución política de la raza humana, algo que muchos compartíamos tras el éxito de la Transición española y de la resolución definitiva de los «grandes conflictos». Pero la historia ni mucho menos se ha terminado.

Pío Moa ha señalado que la historia política contemporánea de España se ha desarrollado en tres fases de aproximadamente sesenta y cinco años cada una: la primera va de 1808 a 1874, un periodo que termina con el reductio ad absurdum de la República federal; la segunda va de 1874 a 1939, es decir, desde el reequilibrio de la monarquía restaurada hasta el desastre de la República revolucionaria y la Guerra Civil; y la tercera, de 1939 a 2004, desde el inicio del régimen de Franco hasta el atentado terrorista de 2004 y los resultados electorales —algo sorprendentes— de aquel año. Como puede apreciarse, el tercer ciclo se cierra no con un desastre de la magnitud de los otros dos, sino con el fin del Gobierno de José María Aznar, una época de prosperidad generalizada y de éxito relativo. La cuarta fase no comienza con un reequilibro de fuerzas o con una nueva construcción —como sí ocurre en las otras tres—, sino con el ataque terrorista del 11-M, seguido de la política de deconstrucción de José Luis Rodríguez Zapatero y la gran recesión, que ha dado lugar a una época de enorme incertidumbre política. Aunque a menudo se dice eso de que la historia se repite, esto puede ser verdad si recurrimos a cierto nivel de abstracción. Los hechos y las situaciones concretas son siempre diferentes, y la historia no se termina.

 


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