Oprah como actriz, intérprete, entrevistadora, narradora y presentadora de TV y cine 4 страница

Con su propio libro cancelado y su boda puesta en espera, Oprah dijo que necesitaba una gran fiesta al estilo hollywood para celebrar su 40 cumpleaños el 29 de enero de 1994. Dejó los planes en manos de Debra DiMaio, que era una obsesa de los detalles, con una única petición: el fin de semana tenía que incluir una fiesta pijama. Este ritual infantil había sido un regalo sorpresa para su cumpleaños el año anterior. «Incluso teníamos su pelele favorito del Dr. Denton esperándola —recordaba Gayle King—. De niña, nunca tuvo fiestas pijama. Tampoco tuvo nunca una bicicleta.»

Gayle, en cambio, creció con todas las comodidades de una familia de clase media alta, entre ellas una sirvienta y una piscina. La mayor de cuatro hermanas, vivía con sus padres en California, antes de trasladarse a Chevy Chase (Maryland). Conoció a Oprah en Baltimore, después de graduarse en la Universidad de Maryland. Siguiendo su carrera en televisión, Gayle se marchó a Kansas City (Missouri), donde se convirtió en la presentadora de informativos local. Allí conoció a William G. Bumpus, que era policía. Se mudaron a Hartford (Connecticut), y se casaron en 1982. Oprah fue dama de honor a regañadientes.

Años más tarde, Oprah reconoció que estaba triste en la boda de su mejor amiga: «Sencillamente, no creía que ese enlace fuera a funcionar bien —le dijo a Gayle en una entrevista conjunta, en el 2006—. Ya sabes, vas a bodas donde desborda la alegría […] Pero yo no sentí eso en la tuya […] Me daba la impresión de que era como lastimosa. Nunca te lo había dicho, porque yo no era quién para hacerlo […] Puede que no pudiera sentir la alegría porque me parecía que nuestra amistad iba a cambiar. Pero no cambió».

Fue una mala suerte para Billy, el marido de Gayle: «Yo los conocía bien de los viejos tiempos (1985-1990) —dijo Nancy Stoddart, la amiga de Oprah—. Nile y yo íbamos a esquiar los fines de semana con Oprah y Stedman, y pasábamos fines de semana en el campo con Gayle y Billy. Por aquel entonces él era policía […] y de ninguna manera podía (darle tanto a Gayle como sí podía hacerlo Oprah). Billy se sentía bastante molesto por el efecto que la fama de Oprah tenía en su relación […] Más tarde, Billy fue a la Yale Law School, se convirtió en abogado y ahora es fiscal general adjunto para el estado de Connecticut […] Lo ha hecho muy bien […] En aquella época Billy quería ofrecerle una nueva casa a su familia, pero fue Oprah y le regaló a Gayle una casa de un millón de dólares, lo cual en aquellos días era una suma enorme […] sencillamente enorme».

Gayle se divorció de Bill Bumpus en 1992 porque, según dijo ella, «la engañaba», y Oprah la alentó a que lo dejara, en lugar de perdonar su aventura extramarital: «He ido a cinco terapeutas —confesó Gayle—, y ninguno ha sido mejor que Oprah en cuanto a aconsejarme sobre mi matrimonio y mi vida». En 1992, Bill Bumpus le dijo a un periodista que culpaba a Oprah de la ruptura: «No tenía intención de hacernos daño, no era algo hecho con malicia, pero destruyó nuestro matrimonio con su generosidad y su insistencia en absorber una parte tan grande del tiempo de Gayle. Seguramente hay muchísimos maridos que se quejan de que sus esposas vean Oprah, pero ellos, por lo menos, pueden apagar el televisor. No tienen a Oprah ahí, llamando a cualquier hora del día o de la noche; no la tienen ahí comprándole regalos caros a su esposa; no la tienen ahí dando a su familia cosas que el mismo marido o padre no se puede permitir […]». En el divorcio, Bumpus pagó un dólar y cedió a Gayle la propiedad de la casa de un millón de dólares que Oprah había comprado.

Cuando llegó el 40 cumpleaños de Oprah, hacía ya dos años que Gayle se había divorciado. Continuaba viviendo y trabajando como presentadora de informativos en Connecticut, para compartir con su ex marido la custodia de sus dos hijos. Oprah la llevaba y la traía en avión a Chicago para que pudieran pasar más tiempo juntas. Gayle describió esos viajes diciendo que eran como episodios de Lifestyles of the Rich and the Famous. « La limu te recoge y se cuidan de todo. Puedes ir [a ver a Oprah] literalmente con 5 dólares en el bolsillo y volver con 4,99, y eso porque te has gastado un penique en un chicle.»

Para la celebración de sus 40 años, Oprah envió a su personal, que siempre festejaba sus cumpleaños, un correo electrónico diciendo que no esperaba ningún regalo y que tampoco aceptaría ninguno. Pero para la fiesta especial en California, «40 para los 40 de Oprah», como decía la invitación grabada, se ablandó y dijo que los invitados podían traer un ejemplar de su libro favorito para su biblioteca.

«Todo el año, Oprah ha estado esperando con mucha ilusión cumplir los cuarenta —afirmó Debra DiMaio—. Para ella es parte de un hito muy positivo.»

Con un coste de 130.000 dólares, llevó a todo el mundo, incluyendo a Stedman, Gayle, Maya Angelou, miembros selectos de su personal, su fotógrafo privado y sus cinco guardaespaldas, a Los Ángeles, en un jet privado y les pagó suites en el Hotel Bel-Air, a 1.000 dólares la noche. La celebración empezó con una cena, el viernes por la noche, en L’Orangerie, que, según los informes de la prensa, costó más de 15.000 dólares. Vestida con un vestido blanco, largo, Oprah, escoltada por Stedman, recibía a los invitados, entre los que estaban Steven Spielberg, Tina Turner, Julius, Dr. J., Quincy Jones y Nastassja Kinski, Maria Shriver y Arnold Schwarzenegger, y Sidney Poitier y su esposa, Joanna. El fotógrafo tomó instantáneas de todos los invitados con Oprah, las reveló, las puso en marcos de plata, y las envolvió para regalo antes del final de la noche, para poder darle a cada invitado un recuerdo de la cena, igual que hace la reina Isabel II con sus invitados en las cenas de gala.

Al día siguiente, Debra organizó una flota de enormes limusinas negras para que llevaran a todos a almorzar a The Ivy y después los llevaran a Montana Avenue, en Santa Mónica, para que compraran cuanto les apeteciera, y luego a casa de Maria Shriver y Arnold Schwarzenegger para un té. Aquella noche, abandonando a cónyuges y parejas, las mujeres se dirigieron al bungalow de Oprah para una fiesta pijama.

Esa noche aportaron una lluvia de ideas para ver qué podían hacer para ampliar el alcance espiritual de Oprah. Todas creían que Oprah era una discípula bienaventurada, una mensajera especial enviada por Dios para hacer el bien. Más tarde Maya Angelou expresó ese sentimiento con palabras: «De un modo extraño […] tiene una posición espiritual que no es diferente de la que tuvo en una época Norman Vincent Peale. Cada cultura y cada tiempo tiene sus […] modelos morales a los que respetamos […] Además, son personas que, en mayor o menor grado, son verdaderamente las luces, los pináculos que dictan está bien y es bondadoso, verdadero, bueno y moral. Bueno […] Oprah es algo así».

Mientras bebían champán Cristal (el favorito de Oprah) y dirigidas por su gurú espiritual, Marianne Williamson, que se describía a sí misma como «bruja por Dios», las mujeres decidieron que Oprah debía ponerse en contacto con el Papa para que, los dos juntos, dirigieran al mundo entero en un fin de semana de oración. A nadie pareció preocuparle lo más mínimo que una presentadora estadounidense de un programa de entrevistas pudiera parecer un poco atrevida al llamar al Vaticano para organizar un rezo mundial con Su Santidad. El fin de semana papal nunca tuvo lugar, pero el poder de Oprah era tan grande en aquel momento que líderes nacionales —senadores, candidatos presidenciales, primeras damas de los Estados Unidos— pedían a gritos aparecer en su programa. Al estar en la posición de elegir y seleccionar a sus invitados, Oprah ya no concedía el acceso a cualquier personaje importante. Cuando se le propuso que entrevistara a la Madre Teresa, la religiosa que cuidaba a los pobres en Calcuta, Oprah vetó la idea: «No creo que sea muy buena hablando —dictaminó—. Sería una hora muy larga en televisión».

La fiesta del pijama, sólo para mujeres, acabó con una oración en grupo dirigida por Marianne Williamson, y Oprah se marchó decidida a hacer que, en adelante sus programas fueran más espirituales y menos sensacionalistas: «Soy culpable de haber hecho telebasura sin siquiera pensar que era basura», le confesó a Entertainment Weekly. Más tarde entonó un mea culpa ante TV Guide y decidió elevar el nivel de sus programas. El momento elegido era perfecto. Antes de que pasara un año, William Bennett, que había escrito el éxito de ventas The Book of Virtues, unió fuerzas con el senador Joseph Lieberman (demócrata por Connecticut) para denunciar los programas de entrevistas diurnos de televisión y a las compañías que los producían. Bennett, que se planteaba presentarse a las elecciones presidenciales de 1996, eximía a Oprah y Phil Donahue, porque había estado en ambos programas para promocionar sus libros, pero fustigaba sin piedad a los presentadores, propietarios, invitados, anunciantes y espectadores de Jerry Springer, Sally Jessy Raphael, Ricki Lake, Jenny Jones, Montel Williams y Geraldo Rivera, diciendo que todos debían compartir la culpa de la «podredumbre» televisada, que «degrada la personalidad humana». Unos años más tarde, Bennett, satirizado como «El zar de las virtudes», fue expuesto públicamente como jugador compulsivo, y se disculpó por haberse pulido 8 millones de dólares en Las Vegas. Pero su ataque contra la podredumbre había sido eficaz: Procter & Gamble, el mayor anunciante del país en la televisión diurna, hizo pública su decisión de retirar entre 15 y 20 millones de dólares de publicidad de cuatro programas diurnos de entrevistas, y Sears, Roebuck and Co., hicieron otro tanto, alegando que dichos programas tenían «un contenido ofensivo».

Mientras volaba a Chicago después de la celebración de su 40 cumpleaños, Oprah pensaba que había iniciado su año 41 con gran estilo. Finalmente y como un modo de agradecimiento a Bob Greene y sus ejercicios que realizaba dos veces al día, Oprah anunció que iba a prepararse para el maratón del Marine Corps en octubre. Una vez reducida a una esbelta talla 42, decidió, una vez más, que nunca necesitaría su guardarropa «de gorda», así que organizó una venta con fines benéficos de 900 vestidos, más cientos de pantalones, blusas y chaquetas, en el Hyatt Regency, de Chicago, para 2.000 de los 50.000 telespectadores que enviaron tarjetas para conseguir entradas. Se reservó quince trajes especiales para venderlos en una subasta en silencio, entre ellos el vestido púrpura con lentejuelas que había llevado en 1985 para el estreno de El color púrpura. Recaudó 150.000 dólares, que donó a Hull House, de Chicago y a Families-First, de Sacramento (California).

En 1994, el día antes de que The Oprah Winfrey Show empezara su paréntesis veraniego, sus productores sénior le presentaron un ultimátum: o se iba la «dictatorial» Debra DiMaio o se iban ellos. Después de perder a una docena de productores adjuntos en los dos últimos años, Oprah no se podía permitir más conflictos con su personal. Así que llamó a Debra DiMaio, su productora ejecutiva, vicepresidenta de Harpo y una de sus amigas más antiguas y su colega profesional más íntima, y le permitió que dimitiera. DiMaio firmó un acuerdo de confidencialidad para toda la vida por el que se comprometía a no hablar ni escribir nada sobre su relación con Oprah, y se marchó de Harpo con un cheque de 3,8 millones de dólares. Ahora Oprah ya no dispondría de la fina nariz y el blando hombro de DiMaio, la mujer que durante los 10 últimos años había actuado como su álter ego. Dentro del sector, la marcha inexplicada de DiMaio, que había lanzado a Oprah al ámbito nacional y la había mantenido en el número uno, retumbó como un trueno. Su sucesora, Dianne Hudson, se comprometió a mantener el programa «fuera de las alcantarillas de los programas de entrevistas». Oprah cerró, inmediatamente, el estudio, despachó a sus empleados y desapareció, de vacaciones, a algún lugar donde «no estaba disponible» para las llamadas de los medios, que, una vez más, recayeron en Colleen Raleigh, su publicista.

Al perder a DiMaio, Oprah había perdido a su productora ejecutiva, la jefe de personal, la organizadora de fiestas, su confidente, niñera y parachoques frente a Jeff Jacobs. Como consecuencia, Oprah se volvió más dependiente de su secretaria personal, Beverly Coleman, que no tardó en hundirse bajo la presión y dimitió, dos meses más tarde, diciendo que «estaba absolutamente quemada». Oprah le ofreció un millón de dólares para que se quedara, pero Beverly dijo que no podía seguir con las jornadas de trabajo de 24 horas.

Luego, en septiembre, Colleen Raleigh comunicó que dimitía, y unas semanas después, presentó una demanda contra Oprah por incumplimiento de contrato, afirmando que le habían prometido 200.000 dólares como indemnización por cese, 17.500 dólares por salarios atrasados y 6.000 dólares por vacaciones: «Como profesional de las relaciones públicas con fama de ser una fuente honrada y fiable, ya no podía, en conciencia, promover la imagen de Oprah Winfrey, el programa The Oprah Winfrey Show y la productora Harpo como si fuera una empresa feliz, armoniosa y humana —declaró el abogado de Raleigh—. Continuamente se veía obligada a tener que ocultar la verdad sobre la desorganizada administración de Harpo», y sobre la «tumultuosa relación» de Oprah con el director general de su compañía, Jeffrey Jacobs. «Colleen ha dedicado ocho años de su vida a la señora Winfrey, pero ya no puede seguir trabajando en un ambiente caótico y carente de honradez».

Furiosa por verse avergonzada públicamente, Oprah informó a los periodistas de que lucharía contra la demanda de Raleigh hasta el final. «No habrá ningún acuerdo», afirmó. Los abogados trataron de que se desestimara la demanda, pero sólo consiguieron que el abogado de Raleigh presentara una enmienda a la reclamación. Esto se prolongó durante meses, hasta que Oprah se vio obligada a someterse a los interrogatorios que le exigían responder bajo juramento a preguntas sobre su turbulenta relación con Jeffrey Jacobs y sobre el trabajo que había obligado a hacer a Colleen Raleigh para Stedman Graham, a fin de promocionarlo y proporcionar a su firma con el Graham Williams Group of Athletes Against Drugs, y para ayudarlo a promocionar a sus clientes, la American Double-Dutch League World Invitarional Championship y el Volvo Tennis Tournament. Después de 4 meses de alegatos, Oprah comprendió que le convenía (a ella y a Stedman) pagar a su antigua empleada y atarla de por vida con un acuerdo de confidencialidad que le impidiera hablar o escribir, de forma permanente, sobre ella o sobre Harpo. Por lo tanto, el 29 de marzo de 1960, Oprah llegó a un acuerdo en el pleito con Raleigh y estipuló unos acuerdos de confidencialidad para toda la vida, más vinculantes incluso que antes, para que sus empleados —pasados, presentes y futuros— no pudieran, nunca, hablar o escribir sobre ella. Ahora se les prohibía que en el trabajo tomaran fotos indiscretas y no podían usar cámaras de ningún tipo ni grabadoras. Estas condiciones no eran sólo para los empleados de Harpo, sino para cualquiera que estuviera dentro de sus dominios: invitados a su programa, empleados domésticos o del servicio de catering, guardias de seguridad, pilotos, paseaperros, chóferes, tapiceros, el hombrecillo de Washington que le depilaba las cejas a la cera, el médico de Maryland que le ponía inyecciones de Botox y el director de Oprah Winfrey Leadership Academy en Sudáfrica. Cuando le preguntaron sobre la mordaza que imponía en su universo, Oprah respondió: «Todo tiene que ver con la confianza», sin comprender que todo tenía que ver con la desconfianza.

Esperaba que sus amigos obedecieran sus órdenes de no fotografiarla sin su permiso, y la mayoría así lo hicieron, a excepción de Henry Louis Gates, Jr., conocido como Skip, que no podía resistirse a la tentación de tomar instantáneas de Oprah con su móvil. «Le gusta entrar en la sala de profesores y enseñarnos las fotos que ha tomado de Oprah, sin que ella se diera cuenta», dijo un profesor de la Universidad de Harvard.

Profesionalmente, 1994 fue el peor año de la vida de Oprah: había empujado a su personal hasta el agotamiento y, cuando sus productores séniors amenazaron con marcharse porque ya no podían soportar las exigencias de Debra DiMaio para conseguir índices más altos y mejores, tuvo que permitir que su amiga dimitiera. En aquel momento, Oprah creía que había evolucionado más allá de lo que Debra podría darle, y había entrado en una esfera más elevada que la de mera presentadora de televisión. Se veía como una misionera, inspirada por Dios, con un mensaje divino que tenía que transmitir. Ya no quería encabezar el grupo de la telebasura. Lo que buscaba era la clase de respeto que no surge de la programación tipo tabloide. Con el éxodo de DiMaio, Oprah decidió sacar a su programa de la cloaca. Había leído un artículo en The Journal of Popular Culture, escrito por Vicki Abt, profesora de sociología de la universidad estatal de Pensilvania, titulado «El desvergonzado mundo de Phil, Sally y Oprah». Alentada por sus productores sénior, decidió buscar la gloria con un enfoque más suave.

La profesora Abt se sorprendió del súbito giro de Oprah, pero no se mostró llena de admiración. «Me alegro de que haya cambiado, pero lo hace diez años y 350 millones de dólares tarde. Creo que mucho de lo que esa gente hace es únicamente en su beneficio propio. Hacen algo sucio y luego gritan mea culpa

El año 1944 acabó con un golpe a traición cuando el número de Redbook de diciembre llegó a los quioscos: el artículo titulado «Navidad con Ophra», del ex productor de Harpo, Dan Santow, parecía un banal recuerdo de cómo los empleados de Harpo homenajeaban a su jefa en Navidad y de cómo ella les correspondía generosamente. Entre líneas, había una virulenta radiografía de unos excesos lamentables y un despilfarro inimaginable en el trabajo. Lo más condenatorio era la aduladora obediencia a la jefe multimillonaria y el tiempo y la atención serviles dedicados a comprar y entregarle regalos. Más adelante, el ritual de las oficinas evolucionó hasta convertirse en el programa anual de las fiestas llamado Las cosas favoritas de Oprah, en el cual los patrocinadores donaban productos por valor de miles de dólares que Oprah seleccionaba a lo largo del año, como sus cosas favoritas (por ejemplo, frigoríficos HDTV, collares de diamantes, BlackBerrys, cámaras digitales de vídeo, televisores de pantalla plana) y luego entregaba al público, junto con una lista de precios al detalle.

Antes de su marcha, Debra DiMaio organizaba el almuerzo anual de Navidad, que duraba once horas para que Oprah y el personal de alto nivel intercambiaran regalos. «La entrega misma del regalo en este almuerzo era extremadamente importante», recordaba Santow, que era nuevo entre los empleados y no se podía creer que a Oprah le importara de verdad la manera en que iba envuelto un regalo.

«Se da cuenta de todo», le dijeron al nuevo empleado y le contaron que el año anterior, Debra le había regalado a Oprah un juego de té de porcelana, antiguo, y había estampado a mano el papel de envolver con tazas y pequeños platos.

—Apuesto a que ni siquiera se ha dado cuenta —dijo alguien.

—Apuesto a que sí —afirmó DiMaio, cogiendo el teléfono—. Oprah, estoy aquí en mi despacho con todos los productores […] Es sólo curiosidad, pero ¿te acuerdas del servicio de té que te regalé el año pasado?

—¿El que iba envuelto con un papel de seda estampado a mano? —Santow empezó a sentir un sudor frío.

Un mes antes del almuerzo de Navidad de 1993, los productores recibieron un mensaje electrónico de DiMaio, pidiéndoles que respondieran a una encuesta para Oprah:

 

 1. Anota qué talla tienes de sombrero, suéter, zapatos, vestido, guantes y camiseta.

 2. Escribe cinco artículos de regalo, caros de verdad, que me encantarían si me los dieran.

 3. Aquí tienes dónde los puedes comprar: anota las tiendas, las direcciones exactas y 800 artículos.

 4. Apunta cinco cosas que me haría muy feliz recibir como regalo.

 5. Piensa y escribe cinco posibles regalos que podrías comprar, por los que yo no sentiría ningún resentimiento hacia ti a lo largo del año.

 6. Aquí tienes cinco regalos que odiaría.

 7. Aquí tienes cinco tiendas que debes evitar al comprarme cualquier cosa.

 

El día del almuerzo, Oprah inició la entrega de regalos dándole a Beverly Coleman, su secretaria personal, una cajita que contenía un folleto de un Jeep Cherokee, y en el exterior sonaba una bocina a todo volumen. Entonces todos oyeron la sintonía de Oprah, I’m Every Woman. Corrieron a la ventana y vieron un Jeep Grand Cherokee, negro brillante, esperando a Beverly, regalo de la jefe que se veía como «Una mujer corriente». Entre otros regalos estupendos había un sistema estéreo de Bang & Olufsen, un juego de maletas con bonos de viaje regalo, por valor de 10.000 dólares, pendientes de diamantes, y un montón de muebles antiguos. A su productora ejecutiva le dio un bono por un año para cenar una vez al mes, con amigos, en diferentes ciudades de todo el mundo —Montreal, París, Londres…— con todos los gastos pagados.

«Cuando trabajas para una de las presentadoras de televisión más ricas y famosas de los Estados Unidos —decía el subtítulo de Redbook— hay dos preguntas que dominan la temporada de Navidades: ¿Qué le regalarás? ¿Qué te regalará?» El artículo golpeó Harpo como una bola de demolición. Sin embargo, como dijo un ex empleado: «No fue una humillación completa […] Recuerdo que en la lista de preguntas de Santow la que pedía “Cinco cosas que me haría muy feliz recibir como regalo”, escribió “Cualquier cosa de Modigliani”. Unos días después vio a Oprah y esta le preguntó si Modigliani era un pintor local. Sé que él se sintió muy violento porque ella no supiera quién era Modigliani; si hubiera puesto esto en el artículo la habría hecho quedar realmente en ridículo».

Dan Santow conservaba la distinción de ser uno de los últimos empleados en saltar la valla sin firmar un acuerdo de confidencialidad permanente, y el único que se arriesgó a escribir sobre cómo era trabajar con Oprah. Su artículo fue la sentencia definitiva para Harpo, y obligaría a todos y cada uno de los futuros empleados a una vida de silencio respecto a su jefa. El artículo también puso fin al rito anual del almuerzo de Navidad de los productores.

Justo cuando Oprah había decidido rescatar su programa del agujero de la telebasura, perdió un millón de telespectadores. Lo mismo les sucedió a todos los demás presentadores de programas de entrevistas. Ninguno de ellos —Donahue, Geraldo, Jenny Jones, Ricki Lake, Sally Jessy Raphael, Jerry Springer— podían competir con Orenthal James Simpson y el asesinato más famoso de la historia de los Estados Unidos: el 17 de junio de 1994, todos se vieron arrollados por un Bronco blanco que llevó a la policía a una persecución de 100 kilómetros por las autovías de Los Ángeles con las cámaras rodando desde lo alto, mientras los helicópteros seguían al todoterreno, hasta que, finalmente, se detuvo en la mansión Tudor de Simpson, en Brentwood; allí fue arrestado de inmediato, acusado y encarcelado por los asesinatos a puñaladas de su ex esposa Nicole Brown Simpson y el amigo de esta Ron Goldman.

Durante los 16 meses siguientes, la televisión difundió y debatió cada espeluznante detalle del sanguinario crimen, mientras el país se obsesionaba por todo lo que tenía que ver con O. J. Simpson. En la televisión aparecieron nuevos programas judiciales para analizar el crimen, al sospechoso, a las víctimas y sus familias, a los fiscales, al equipo de la defensa y al juez, que permitió encantado la entrada de las cámaras en la sala del tribunal, desde donde el juicio se televisó en directo. Reporteros como Terry Moran, de ABC, Dan Abrams, de MSNBC y Greta Van Susteren, de Fox News, se hicieron célebres simplemente por cubrir el juicio de O. J. Simpson, y los estadounidenses del siglo XX permanecían sentados ante sus televisores, igual que los romanos se reunían en el Coliseo para ver cómo los leones devoraban a los cristianos y los gladiadores luchaban por su vida.

Personas que no conocían ni al vecino de al lado llegaron a saber todo lo relacionado con O. J. Simpson, su engreído invitado, Kato Kaelin, la telefonista del 911 que atendió la llamada de Nicole en 1989 diciendo que O. J. le pegaba, el abogado criminalista Johnnie Cochran («Si no encaja, deben absolverlo»), los fiscales, Marcia Clark y Christopher Darden, el juez amigo de la fama, Lance Ito, y el desacreditado policía de Los Ángeles, Mark Fuhrman, cuyos epítetos racistas y sus continuas evasiones apoyándose en la Quinta Enmienda influyeron en el jurado. Como escribió Eric Zorn en el Chicago Tribune: «El juicio contra O. J. Simpson se ha convertido en la historia más fantástica para los tabloides desde que Elvis murió en el baño».

Hasta aquella noche de junio de 1994, O. J. Simpson había reinado como el chico de oro del deporte estadounidense, alguien que, después de retirarse del fútbol, nunca había dejado de oír los aplausos. El antiguo ganador del Heisman Trophy, que durante la mayor parte de su carrera jugó con los Buffalo Bills, amplió su fama como estrella de altos vuelos que galopaba por los aeropuertos en una serie de anuncios de Hertz Rent-a-car, para la televisión. Apareció en películas como El coloso en llamas y Agárralo como puedas, y trabajó con Paul Newman, Fred Astaire, Faye Dunaway y Sophia Loren. Jugaba al golf en los clubes de campo más exclusivos y recibía unos abultados honorarios sólo por aparecer en las galas benéficas de Hollywood para sonreír y estrechar manos. Negro, adorado por los blancos de los Estados Unidos, O. J. Simpson lo tenía todo —dinero, posición, reconocimiento nacional y respeto universal— hasta la noche en que encontraron a su ex esposa salvajemente asesinada junto al camarero que había ido a su casa a devolverle las gafas de sol que se había olvidado en el Mezzaluna Trattoria aquella misma noche.


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